lunes, 30 de octubre de 2017

De regreso a oktubre: a 100 años de la Revolución Rusa

La insurrección de los soviets que se produjo la noche del 24 al 25 de octubre de 1917 sería un día histórico, no sólo para Rusia. Fue la caída del último estado absolutista europeo, en este caso del este europeo articulado históricamente con gran parte de Asia. Y fue un día histórico para el mundo porque abrió el camino, dio los primeros pasos, de uno de los íconos de la historia humana. ¿Porque decimos semejante cosa?
Pues bien, las sociedades humanas, desde la génesis de su historia, han luchado siempre en pos de dos objetivos: la libertad, es decir, la eliminación de obstáculos para actuar o pensar (de ahí la larga trayectoria del liberalismo); y la  igualdad, o el derecho a participar equitativamente de los bienes de la naturaleza y de los frutos de nuestro trabajo. Pues bien, la Revolución Rusa (RR) traía por entonces esa esperanza que tenía profundas raíces históricas: la esperanza respecto de la igualdad y libertad. Ambas. Por eso no es una exageración decir que rápidamente se convirtió en el ícono, por no decir el estandarte, de la lucha por la igualdad que de una manera u otra articuló lo que algunos llaman “la fe del siglo”. Entonces, cabe preguntarse: ¿Cual es el lugar de la revolución rusa en la historia? O, dicho de otra manera, ¿de que modo su presencia modeló -o no- el derrotero del siglo XX?

Las luchas por la igualdad y la libertad se enfrentaron siempre con los defensores del statu quo. Pues bien, en el siglo XX no pudieron más que escandalizarse con la RR. Desde entonces los ha desvelado ese fantasma. En ese sentido, la RR puede ser comparada, por su alcance, a la Revolución Francesa ya que ciertamente tuvo un impacto universal, ecuménico y, como tal, marcó el fin de una época y el comienzo de otra. Las masas, el pueblo, los desterrados, enbanderados con esa esperanza, daban inicio a una nueva época: el siglo XX.
No era el único episodio de estas características que señalaban el inicio de una nueva era: la Revolución mexicana (1910) está en esa línea. Las dos son revoluciones de la periferia del mundo desarrollado, la Rusa es una conmoción en el mas importante imperio de la periferia y de allí su alcance universal.
También hay otros episodios que señalan un cambio de época, justamente por aquellos años, el genocidio armenio, por ejemplo, que abre una seguidilla que caracterizará a todo el siglo XX y que justamente la RR no se abstendrá de participar; o la 1ra guerra mundial, donde queda claro ya que no es posible iniciar una guerra sin industria y, en segundo lugar, la guerra es un gran negocio.

Pero volviendo a la RR ¿Porqué señala un cambio de época?
Por varias razones. En 1er lugar, venía a decir que lo que habían escrito utopistas y el propio Marx y Engels, en 1848, no era un exceso de lenguaje o de esperanza juvenil y, por tanto, por primera vez las sociedades tenían otra posibilidad frente al capitalismo.

En 2do lugar, el episodio se interpretó, inmediatamente -desde el occidente capitalista- como una amenaza que debía ser eliminada, de allí que en la guerra civil que siguió a la toma del poder por los bolcheviques, es decir la guerra entre el Ejército Rojo y los blancos, que se llevó la vida de poco mas de 8 millones de personas, los blancos tuvieron el apoyo antirrevolucionario de 13 países capitalistas. Pero una vez terminada esa guerra interna, la lucha de esos países capitalistas fue contra las influencias de esa RR. Fue el combate persistente, y durante todo el siglo, contra un enemigo invisible y universal, un fantasma que se escondía detrás de cada protesta, detrás de cada huelga, detrás de cada proyecto de reforma. Pensemos, por ejemplo en nuestro país, en la Patagonia, entre 1919 y 1921, el temor irracional que generaba la lucha por un simple convenio colectivo de trabajo era porque la oligarquía terrateniente pensaba que detrás de aquellos andrajosos obreros había algo parecido a los soviets. Pensemos en Sacco y Vanzzetti y el origen del FBI, por ejemplo. O el caso de la 2da República Española (1931), donde un proyecto moderadamente reformista, en un contexto europeo de ascenso de los fascismos, las potencias occidentales condenaron ese ensayo por el “peligro comunista” que “supuestamente” encarnaba, prefiriendo al fascismo ultracatólico del franquismo.
Lo que hay que decir es que ciertamente era un temor real, la posibilidad de la expansión del socialismo estaba en la dinámica social de los tiempos. Porque había un importante crecimiento de diversas fuerzas que pujaban hacia el sentido de profundizar la igualdad, hacia el socialismo, aunque no todos de la misma manera: una expresión de ello era justamente la 2da república española, en 1931, aunque ciertamente muy moderada. Por lo que aquí interesa, en ese amplio universo socialista que estaba creciendo, la RR parecía concentrar las esperanzas a pesar de que ya estaba acentuando sus rasgos mas perversos. La esperanza en el programa socialista de la RR fue tan grande que no dejaba ver, y eso sucedió por décadas, esa enorme perversidad.
Digámoslo directamente y de una vez: toda revolución tiene su momento de fuerte autoritarismo, su tiempo de imposición del régimen, su tiempo de terminar de derrotar a los contrarrevolucionarios. Hasta allí podría pensarse, inclusive justificarse, el llamado “terror rojo” de los primeros tiempos que comienza con el decreto del 5 de setiembre de 1918. Pero, lo sabemos, la cosa no quedó allí. Una serie de factores condujeron a que esa violencia fuera inherente al sistema y no solo una coyuntura de la construcción. Sin agotarlos, esos factores son los siguientes:

1ro- El “gran miedo” que en forma creciente se instalaba en los gobiernos de las potencias industriales de occidente, también comenzó a operar -en forma inversa- al interior de la revolución. Digámoslo de esta manera: ese “gran miedo”, dentro de la URSS, se tradujo en un temor obsesivo a la invasión externa (lo que nunca fue posible, ni figuró en los planes de nadie, excepto Hitler. Pero que inclusive en este caso Stalin tardó un tiempo en creer, como ya sabemos por el testimonio de Leopold Trepper). Ese “gran miedo” se tradujo también en el temor y el pánico a una supuesta conspiración de dirigentes soviéticos disidentes, desconfianza obsesiva propia de todos los procesos de concentración de poder: el temor a los disidentes. En parte ese es el origen de las purgas entre 1936 y 1939, el gulag, los campos de trabajos forzados, la NKVD, la persecusión universal al trostkysmo y gran parte del servicio de espionaje. Abunda la literatura y los ensayos sobre esta cuestión. Últimamente se ha vuelto sobre el tema con las novelas de Padura; pero también con “Muñeca Rusa”, de Alicia Dujovne; o los libros del húngaro Sandor Marai que están en la línea de Milan Kundera.

2- No puede comprenderse esa violencia sistémica de la RR sin considerar que se llevaba a cabo en un imperio decadente como el de los zares, donde el centralismo, el autoritarismo, el antisemitismo y, en definitiva, el orgullo imperial eran parte del aire que esa sociedad respiraba. La Revolución en ningún momento vino a cuestionar ese formato del aire, es decir, no renunció a ello. Visto con la mirada histórica, aquellas primeras décadas pos revolución fueron el proceso de transición del imperio ruso de su modalidad zarista a su modalidad soviética (como hoy estamos viendo esa reestructuración imperial con Putín luego de la crisis del sistema soviético con la Perestroika de Gorbachov). Esto explica no sólo la continuidad de un sistema policíaco sino también la violencia ejercida hacia las naciones que conformaron la URSS y que antes eran parte del imperio de los zares. Desde allí puede pensarse el genocidio ucraniano, el holodomor, entre 1931 y 1932 (3,5 millones de personas), o las razones del porque, en Kazagistán, por ejemplo, la colectivización forzada y la sedentarización brutal se llevó casi dos millones de personas. Parte de este drama, escasamente conocido en occidente es lo que relatan las noovelas de Andrei Makine como "Requiem por el este" y otras.
Charles Darwin y Karl Marx

3- Por otro lado, en tercer lugar, esa violencia sistemática emerge también de la particular forma en que fue interpretada la tradición marxista. Hubo allí, como en gran parte del pensamiento político europeo de la época, una asociación lamentable y no siempre explícita, con Charles Darwin.  Expongámoslo de esta manera: en 1859, muchos años después de pasar por aquí y tomarse unos mates con Don Juan Manuel de Rosas, Darwin publicó su gran obra “Origen y evolución de las especies”. El texto tuvo un enorme impacto en todo el ámbito del pensamiento científico y social europeo, por entonces en plena expansión, donde las ciencias naturales se habían convertido en el patrón metodológico para el conocimiento científico, pero también para la política, que debía estar orientada por ese conocimiento. Por ejemplo, el pensamiento social recibió esa influencia en Spencer desde donde, como en la naturaleza, la sociedad era también el ámbito de la supervivencia del mas apto. Era lamentable, pero era también la lógica del progreso, de la civilización: no todos estaban en condiciones de subir al tren del progreso y la civilización. Fue este un argumento “científico” que fortalecía el colonialismo europeo y desde donde la desaparición de pueblos o personas que se resistían a esa dinámica histórica era una fatalidad propia del desarrollo histórico hacia el progreso, mas allá de cualquier emotividad era la lógica histórica que, por decirlo de alguna manera, tenía sus “daños colaterales”. Desde la perspectiva de quienes condujeron la RR, la dinámica histórica conducía hacia el socialismo y luego al comunismo y, claro, así como un sistema quedaría atrás también las clases sociales que lo conformaban, la burguesía o el campesinado. Es decir, había clases que debían desaparecer -todas las variantes de la burguesía, por ejemplo- para que las fuerzas positivas del socialismo puedan desplegarse. Todos quienes sean definidos como un obstáculo para la evolución histórica, están condenados a desaparecer, ahora ya no como seres inferiores, sino como clases anti históricas. Y no sólo la burguesía, también el campesinado que era también una clase atrasada. Se trata de millones de personas donde “ninguno era culpable de nada, pero pertenecían a una clase que era culpable de todo”, es una frase que cabe para la burguesía, para el campesinado como para las expresiones nacionales que, aunque socialistas, como en Ucrania, debían ser sometidas.
Lo que estamos diciendo es que, por distintos factores, a poco de andar, esa gran revolución comenzó a estar herida por factores propios que durante el siglo la fueron socavando y que solo pudieron ocultarse a fuerza de mayor autoritarismo y propaganda. A fuerza de totalitarismo.

Claro, la presencia de un totalitarismo mas obscenamente irracional en occidente, como el fascismo, cuando Hitler se dispone a invadir la URSS, supuso la utilización de ese gran enemigo externo para ocultar esa perversión interna. La aparición del enemigo externo explícito y no fantasmal -como el capitalismo a punto de invadir o de la conspiración antisoviética interna con conexiones troskistas- produjo el efecto de siempre. Pero no por ello desaparecieron esas piedras en los zapatos de la revolución. La vida de Vassilli Grosman, en este sentido, es muy clara, allí el antisemitismo de la RR se combinó con los trabajos forzados, la persecución y el espionaje sobre quien había sido el reportero del Ejército Rojo.

Esa violencia sistémica de la RR, se expresó también en casi todos los ordenes de la producción de conocimiento y en la producción de arte. El tema no es secundario, por el contrario, hace foco en una cuestión central: el lugar del individuo y su creatividad en los procesos sociales, productivos o no, pero siempre creativos. La pregunta es: ¿hay posibilidad de construir y sostener la igualdad anulando la libertad que supone la expansión de la subjetividad? O, de otra manera, es todavía legítimo clausurar las libertades en pos de una supuesta igualdad? O, ¿es todavía posible o deseable apostar a un sistema que en pos de la igualdad pretenda homogeneizar, o sujetar la subjetividad y la libertad a una planificación estatal central? Y esto, claro, tiene un impacto enorme, tremendo, en el sistema económico, ni hablar en la producción cultural. Es muy interesante en este sentido revisar la vida de Shostakovich, relatada recientemente en una novela (El ruido del tiempo de Julian Barnes).
 
Luego, como sabemos ahora, ese “gran miedo” occidental al comunismo -durante la primera mitad del siglo XX- se convirtió en política occidental luego de la segunda gran guerra. Un miedo premeditadamente excesivo y manipulado a la dictadura comunista que, como se verá con el correr del siglo, no era más que la excusa para consolidar la economía del capital y cancelar todo intento de revolución o reforma. De hecho, en nombre de ese “temor a la dictadura comunista”, se alentaron las mas tremendas dictaduras y se iniciaron las guerras más atroces de la segunda mitad del siglo. Es lo que Hobsbawm llama imperialismo de los DDH, es decir la idea de un imperio que en nombre de la libertad y la democracia derroca gobiernos, impone dictaduras o provoca guerras tuvo en la manipulación del “miedo al comunismo” una herramienta fundamental.
Lo cierto es que esa dictadura existía. Aunque Stalin muere casi 10 años después de terminada la 2da gran guerra, en 1953, y aunque los dirigentes soviéticos no volvieron a recurrir a un terror a una escala tan grande, su tolerancia a la disidencia no fue muy diferente. Como lo argumenta Josep Fontana, consiguieron, a fuerza de totalitarismo, salvar al estado soviético, pero a costa de profundizar la renuncia a una sociedad socialista, es decir, la revolución que había surgido para eliminar la tiranía del estado acabó construyendo un estado opresor, erigido, paradógicamente para salvar a la revolución.

Pese a todo, el temor a ese contagio revolucionario, a partir de la revolución, alimentó la dinámica social, inclusive en América Latina. No es nada difícil encontrar, por ejemplo, un alto componente anticomunista en las experiencias nacional populares latinoamericanas, fundamentalmente en el varguismo y en el peronismo de los '50. Porque el miedo al contagio en el “mundo libre” no sólo alimentó a la represión sino también potenció lo que Fontana llama el “reformismo del miedo”, que había surgido en la Alemania de fines del siglo XIX: esto es, un capitalismo con políticas de bienestar para consolidar un orden social que los trabajadores amenazaban o podían amenazar. Esto, después de la 2da guerra, se generalizó con los estados de bienestar. La etapa dorada del capitalismo no se entiende completamente sin ese “gran miedo”. Ese “reformismo del miedo” se llevó a cabo con una propaganda sistemática contra una revolución que nunca pensó en la invasión de occidente, porque su principal herramienta fue la fe: la fe en que la lógica de la historia marchaba hacia el comunismo, por tanto, tarde o temprano occidente llegaría a él.

Esa comprensión vanguardista de la historia, que marchaba hacia el socialismo y que el faro, el mascarón de proa, era la URSS -junto con todos aquellos elementos propios al sentido imperial ruso- condujeron a la desacreditación universal del relato socialista cuando, por ejemplo, los dirigentes comunistas condenaron los populismos latinoamericanos, o cuando condenaron el mayo francés o el mexicano; o con la represión a la propuesta de socialismo con rostro humano en Checoslavaquia o en Hungría.  Con ello el miedo a la revolución se fue desvaneciendo, sólo era cuestión de tiempo que ese castillo de naipes se cayera en 1989. Cuando cayó, el imperio norteamericano comenzó a inventar otro enemigo en su reemplazo: el mundo musulmán. Así se dio forma a la primera guerra de la pos guerra fría, la guerra de Irak en 1991.

Pero está claro que la amenaza no era el sistema socialista que emergía de la URSS. La amenaza no era el comunismo, a pesar de que se agitaba ese miedo, sino las posibilidades de reforma o de revolución que las mismas sociedades necesitaban. Y ese temor a la revolución o a la reforma es lo que marcó el siglo XX. Por eso es un gran acierto lo que Karl Kraus había señalado hacia 1920, cuando decía que no le interesaba la práctica del comunismo, no es eso lo relevante. Lo más importante es lo que simboliza, “es su condición de amenaza constante sobre las cabezas de los que poseen riquezas lo que importa, que Dios nos conserve para siempre al comunismo, para que esta chusma no se vuelva todavía más desvergonzada… y para que, por lo menos, cuando se vayan a dormir sufran pesadillas”.
J.Q. 

sábado, 17 de junio de 2017

Viajar: entre el misionero y la invención de la inocencia

Reconozcamos algo, ir a un lugar para confirmar la imagen que previamente tenemos de esa geografía o sociedad, es no sólo conocer poco sino que además podríamos  preguntarnos, en definitiva, en un acto de sinceridad: ¿para que fui?
Todos tenemos un amigo que, siendo admirador del “milagro alemán”, vuelve de Berlín con imágenes que confirmaban lo que ya antes de ir nos decía. O aquel amigo progresista, o reaccionario, que vuelve de Cuba reproduciendo su mismo discurso, pero con fotos.
Inmigrantes iraníes en Trafalgar Square (Londres).
Foto J. Quintar - 2016 
Es muy interesante lo de Michel Onfray en este punto de su libro, Teoría del viaje: “Ir a un sitio es, la mayoría de las veces dirigirse al encuentro de lugares comunes asociados desde siempre al destino elegido”. Y sabemos que no tenemos que hacer ningún esfuerzo para confirmar esos lugares comunes. Así, iremos a Alemania para confirmar que son un canto al orden; a Bs As para confirmar el ser nostálgico de los porteños y su egocentrismo; al África para confirmar que son sociedades con ritmo; a Brasil para reconocer una sociedad hedonista aunque no veamos garotas; a Japón para volver diciendo “que son muy educados y formales”; volveremos de París, claro, hablando de la arrogancia parisina; y así hasta el infinito de los lugares comunes construidos por los prejuicios, las revistas y toda la industria cultural.
Pues bien, viajar para conocer implica cierto esfuerzo previo por desarmar esos lugares comunes. Viajar sin desarmarlos equivale, como bien lo sugiere Onfray, a la lógica del misionero: estar tan centrado en la propia perspectiva que no se puede ver al otro, no se puede dejar de medir la realidad nueva sin la vara de la propia cultura.
Viajar para confirmar los lugares comunes es una manera, aunque suavizada, de no ver al otro, de echarle otra palada de tierra sobre la negación que el lugar común construye. Entre el riesgo de la perspectiva del misionero y la imposible virginidad mental y perceptiva -porque es imposible viajar vacío de prejuicios y de lugares comunes- hay un viaje diferente: “Nada de verdades absolutas, dice Onfray, solo verdades relativas… nada de instrumentos comparativos que imponen la lectura de un lugar con los instrumentos de otro”. Más bien la voluntad de dejarse sorprender, estar abierto a lo novedoso, efectivamente como un recién llegado.
Por las calles de la Habana
J.Quintar 2015.
Quizá aquí pueda establecerse alguna diferenciación entre el “turista” y el “viajero”. El primero compara, el segundo separa e intenta entrar en un mundo desconocido, sin compromisos, con más dudas que certezas, con más preguntas que respuestas. Una actitud que ciertamente es más difícil, mas trabajosa, pero más rica y fructífera que -advierto- no nos permitirá, ni aún a la vuelta del lugar de destino, tener una conclusión sobre aquello distinto. Pero nuestra subjetividad, nuestra capacidad de percepción, será infinitamente más exquisita, más rica, más colorida, con más capacidad de matices. Porque, en definitiva, es ése el gran efecto que causa el mundo sobre el viajero: la sorpresa.
Entonces, así como es imposible viajar cargando una virginidad de lugares comunes y de prejuicios, o con una inocencia parecida a la de una página en blanco, la idea está en tratar de desarmar previamente y acercarse a esa inocencia deseada.
Dicho esto, se podría decir que el desarmar los prejuicios y los lugares comunes requiere de tiempo, de estar más tiempo en determinado lugar, o de leer e instruirse respecto a ese destino. Pero advierto, junto con el autor que estamos comentando, Onfray, que no se trata de estar más tiempo en esa región de destino o de desandar lecturas y racionalidades, sino más bien de una actitud. Se trata de captar como simple novedad lo que “el otro” nos muestra. Esa actitud o aptitud, desborda al doctorado, al leído. Es decir, la cuestión va más allá de la formación intelectual, más allá de acumular citas textos o de estar mucho tiempo. Hay algunos que acumulan tanta biblioteca que  tienen dificultades de percepción, otros que viven mucho tiempo en un país distinto al que nacieron y están siempre como exiliados, los hay también que en poco tiempo captan el corazón de una cultura: es, me parece, una cuestión de actitud.
Salú!!
J.Q.
Ideas extraídas de "Teoría del viaje", de Michel Onfray. Taurus, Buenos Aires 2016.

sábado, 3 de junio de 2017

El viaje antes de viajar y la tierra media

¿Qué nos atrae de un destino?
“Aguirre la ira de Dios” de Herzog, la mirada de Kinski cargada de desafíos, aquella novela de Ospina sobre los conquistadores en busca del país de la canela, el mapa de América Latina y ese enorme corazón verde en su centro… Vaya a saber qué otras cosas más fueron construyendo aquel viaje al Amazonas. ¿Y aquel otro viaje? Quizá aquella música de Spasiuk, “Aguas del findel mundo”; la fantasía de estar allí donde ya no se puede seguir, el misterio que encierra el “non plus ultra”… Quizá así es que fuimos a parar al Chile Austral. Quizá…
¿Cómo es que elegimos un destino? ¿Cómo uno llega a poner el dedo en el mapa para decir, aquí quiero ir?
Continuando con las reflexiones en torno al libro de Onfray (Teoría del viaje), el deseo de un viaje se va alimentado con las imágenes que, sin saberlo, van dando forma a nuestra imaginería. El deseo se va alimentando, articulando, en función de un destino y a partir de distintas fuentes que nos transmiten, sin saber por qué, cierta inquietud: algún lugar del mapa, ciertos libros, las películas, la música, la historia… El destino va tomando su forma, se va instalando como un pendiente a resolver.
¿Y por qué nos atraen unos lugares más que otros? ¿Por qué razones hay quienes están más inclinados a los mares que a los desiertos? ¿A las montañas que a las llanuras? ¿A las selvas que a las estepas? Queremos paz y tranquilidad, y esas ganas nos remiten a una playa semi desértica, con alguna palmera y aguas turquesas; pero a otros a un refugio de montaña o a un desierto…
Pueden algunos inferir, como lo hace Onfray, a la forma de los presocráticos, que estamos influidos por los elementos que constituyen la naturaleza (el agua, la tierra, el aire, el fuego) y por las combinaciones de estos elementos…(el agua cálida, las tierras frías, etc.) y también los colores, sus temperaturas. Quizá sea la influencia de esos elementos y sus combinaciones, quizá nuestras cargas culturales: las historias que nos contaron de pequeños, el cine que vimos, etc. Quizá todo ello va dando forma y color a nuestras opciones, a nuestras inclinaciones por ciertos destinos.
Lo cierto es que todo eso que va dando forma al destino, y al deseo por él, ensancha nuestra subjetividad. La imaginería se dispara y ensancha nuestra imagen del mundo antes de viajar. Los paisajes, las comidas, los monumentos, el drama de la historia que se desplegó en esa geografía, etc., van construyendo las emociones, una subjetividad viajera antes de movernos de casa. Y cuando eso sucede, alguien podría decir que empezamos a viajar sin todavía movernos de nuestro sitio. Todo viaje vela y desvela una reminiscencia de lo que hemos construido antes respecto a ese mismo lugar.

Habitar la tierra media

Hay un momento clave donde el viaje, sin dudas, comienza: cuando dejamos atrás nuestra casa y nos vamos. En ese preciso momento estrenamos el viaje. Pero también desde ese momento entramos en una situación especial, lo sabemos y lo sentimos: no estamos en nuestra casa, pero tampoco en el lugar de destino. Estamos transitando un limbo, como flotando: “el viajero penetra en la tierra de nadie”, dice Onfray. Es un momento donde “se viene de” y “se va a”. Es el reino de la tierra media. Y allí, en ese limbo, entramos en un clima único donde a veces ni siquiera sabemos en qué país estamos: volando sobre el océano, en medio de una ruta, etc. Es una situación extraña porque es un momento que se desarmará ni bien lleguemos al otro puerto, parta mi avión, o lleguemos a destino: es una admósfera de intervalo
El viajero aquí está en una situación, en un ambiente, sin convenciones, codeándose con gente que muchas veces está dispuesta a la confidencia porque los viajeros somos curiosos, estamos ávidos de saber, de curiosear… Entonces todo conduce a crear un espacio donde sólo las personas crean la dinámica, las normas y las referencia para transcurrir en ese tiempo, en ese “mientras tanto” que habitamos.

Me ha pasado ya muchas veces. Aquella señora con quien, viajando a Valparaíso, nos charlamos la vida. Aquel argentino-germano que nos acompañamos una tarde por el Amazonas; aquella coreana que -a media lengua inglesa- me hablaba de la felicidad y el destierro, caminando por el Iguazú. Aquel chino que, caminando toda una tarde por Hedimburgo, me contagiaba su sentimiento de libertad. Aquella venezolana que, en el aeropuerto de Manaos, me relataba las razones de su emigración y yo de mis desventuras. Creo que nunca dije tantas cosas de mí como en esas situaciones, que se desarman cuando termina ese intervalo, y cuyo impacto dura más que todo el viaje. 
Muchas veces, en mi caso muchas, es una aventura más la de habitar ese espacio creado por el desplazamiento, momento en el cual ya me fui, pero aún no llegué donde quería llegar, y entonces tengo sorpresas que no había previsto ni imaginado. Ese tiempo del mientras tanto, esa transitoriedad, es bella, sobre todo cuando es arropada por la común humanidad que nos lleva a conectarnos.


Onfray, Michel. Teoría del viaje (poética de la geografía). ed. Taurus, Buenos Aires, 2016.

martes, 23 de mayo de 2017

Onfray: reflexiones para amantes de la ruta

Hay una vieja canción de Serrat que siempre me conmovió: “Juan y José”. Es una de esas canciones que hablan de personas que, a pesar de tener inclinaciones muy distintas ante la vida, se quieren… se aman. Para Juan el mundo está siempre por estrenarse, desde que vio el horizonte no duerme tranquilo…; José parece amar sólo su tierra, le basta ella para pensar el mundo… Es que hay quienes son más proclives al flujo, a los transportes, a los cambios, al nomadismo; y otros a echar raíces, más apegados, con un mayor deseo de radicación… un sentido más sedentario. No es que existan estos sujetos en formas puras, lo sabemos, pero es cierto que unos aman más la ruta que el hogar, así de simple.

Sedentarismo y nomadismo se han mitologizado como dos formas de estar en el mundo: el pastor y el agricultor. Como arquetipos, esta oposición puede uno advertirla desde el neolítico hasta la actualidad.
Los pastores si responden a algunas reglas comunitarias, son muy básicas; en tanto que los segundos, se instalan, construyen, edifican, no sólo casas sino un sistema social más complejo (el estado y la Ley, las iglesias). Si seguimos el razonamiento llegaríamos a una expresión que podría decir algo así: “el nómada inquieta a los poderes, es incontrolable, es la elección libre imposible de seguir, de fijar, de asignar” (Michel Onfray), de pagar impuestos, de registrar. Esta oposición arquetípica (sedentario-nómada) está ya en la Biblia: Caín y Abel. Estos hermanos viven una tragedia, el primero agricultor, el segundo pastor. 
La historia bíblica acentúa esa oposición porque si el agricultor mata al pastor, Dios lo “condena”, si, lo condena a ser un errante. Es decir, el ser nómada, el movimiento, el estar “sin raíces”, es el castigo…” El viajero empedernido parece proceder de la raza de Caín”. “La ausencia de casa, de tierra, de suelo supone, antes bien, un gesto inapropiado, una pena causada a Dios”. Puede que sea esta razón mitológica, cultivada por siglos, la razón por la cual judíos, zíngaros, romanís, gitanos, bohemios, calós y todas las gentes de los caminos saben que se les ha querido sedentarizar, o inclusive se les ha condenado: “El viajero desagrada al Dios de los cristianos” pero también a príncipes y reyes…
Onfray da vueltas, pero llega a decirlo clara y directamente: “Todas las ideologías dominantes ejercen su control, su dominación, entiéndase su violencia, sobre el nómada”. Y más aún los totalitarismos modernos que han sentado su identidad sobre nacionalismos y sobre identidades que se construyen arraigadas como raíces. Los otros son inasimilables, así se comienza con la obligatoriedad de una residencia y se termina con el gaseo o el Gulag. De igual manera el capitalismo sin más condena la errancia, ya que se trata de sujetos que no son fácilmente asimilables al mercado. Cuál es el castigo hacia ellos?: “Los puentes, la calles, las aceras, las bocas de los metros, las bodegas, las estaciones, los bancos: el envilecimiento de los cuerpos y la imposibilidad de un refugio, de un reposo”.

El viajero empedernido ciertamente no es un nómada, pero algo tiene de él. Hay un cierto aire de familia entre ambos. El viajero empedernido siente algo de eso…va cultivando relaciones y experiencias, sin territorio, aquí y allá, la experiencia y afectividad desterritorializada lo enorgullece. Gusto por el movimiento, pasión por el cambio, independencia furiosa, pasión por la improvisación, ama una autonomía que siente como sagrada…y claro… un viajero empedernido tiene entonces cuentas pendientes con las bases del sedentarismo: el trabajo, la familia y la Patria. El viajero empedernido, quien más quien menos, pertenece a esa larga genealogía de los nómadas.
Reflexiones en torno al libro de Michel Onfray, "Teoría del viaje". Ed. Taurus. Buenos Aires, 2017.