sábado, 17 de junio de 2017

Viajar: entre el misionero y la invención de la inocencia

Reconozcamos algo, ir a un lugar para confirmar la imagen que previamente tenemos de esa geografía o sociedad, es no sólo conocer poco sino que además podríamos  preguntarnos, en definitiva, en un acto de sinceridad: ¿para que fui?
Todos tenemos un amigo que, siendo admirador del “milagro alemán”, vuelve de Berlín con imágenes que confirmaban lo que ya antes de ir nos decía. O aquel amigo progresista, o reaccionario, que vuelve de Cuba reproduciendo su mismo discurso, pero con fotos.
Inmigrantes iraníes en Trafalgar Square (Londres).
Foto J. Quintar - 2016 
Es muy interesante lo de Michel Onfray en este punto de su libro, Teoría del viaje: “Ir a un sitio es, la mayoría de las veces dirigirse al encuentro de lugares comunes asociados desde siempre al destino elegido”. Y sabemos que no tenemos que hacer ningún esfuerzo para confirmar esos lugares comunes. Así, iremos a Alemania para confirmar que son un canto al orden; a Bs As para confirmar el ser nostálgico de los porteños y su egocentrismo; al África para confirmar que son sociedades con ritmo; a Brasil para reconocer una sociedad hedonista aunque no veamos garotas; a Japón para volver diciendo “que son muy educados y formales”; volveremos de París, claro, hablando de la arrogancia parisina; y así hasta el infinito de los lugares comunes construidos por los prejuicios, las revistas y toda la industria cultural.
Pues bien, viajar para conocer implica cierto esfuerzo previo por desarmar esos lugares comunes. Viajar sin desarmarlos equivale, como bien lo sugiere Onfray, a la lógica del misionero: estar tan centrado en la propia perspectiva que no se puede ver al otro, no se puede dejar de medir la realidad nueva sin la vara de la propia cultura.
Viajar para confirmar los lugares comunes es una manera, aunque suavizada, de no ver al otro, de echarle otra palada de tierra sobre la negación que el lugar común construye. Entre el riesgo de la perspectiva del misionero y la imposible virginidad mental y perceptiva -porque es imposible viajar vacío de prejuicios y de lugares comunes- hay un viaje diferente: “Nada de verdades absolutas, dice Onfray, solo verdades relativas… nada de instrumentos comparativos que imponen la lectura de un lugar con los instrumentos de otro”. Más bien la voluntad de dejarse sorprender, estar abierto a lo novedoso, efectivamente como un recién llegado.
Por las calles de la Habana
J.Quintar 2015.
Quizá aquí pueda establecerse alguna diferenciación entre el “turista” y el “viajero”. El primero compara, el segundo separa e intenta entrar en un mundo desconocido, sin compromisos, con más dudas que certezas, con más preguntas que respuestas. Una actitud que ciertamente es más difícil, mas trabajosa, pero más rica y fructífera que -advierto- no nos permitirá, ni aún a la vuelta del lugar de destino, tener una conclusión sobre aquello distinto. Pero nuestra subjetividad, nuestra capacidad de percepción, será infinitamente más exquisita, más rica, más colorida, con más capacidad de matices. Porque, en definitiva, es ése el gran efecto que causa el mundo sobre el viajero: la sorpresa.
Entonces, así como es imposible viajar cargando una virginidad de lugares comunes y de prejuicios, o con una inocencia parecida a la de una página en blanco, la idea está en tratar de desarmar previamente y acercarse a esa inocencia deseada.
Dicho esto, se podría decir que el desarmar los prejuicios y los lugares comunes requiere de tiempo, de estar más tiempo en determinado lugar, o de leer e instruirse respecto a ese destino. Pero advierto, junto con el autor que estamos comentando, Onfray, que no se trata de estar más tiempo en esa región de destino o de desandar lecturas y racionalidades, sino más bien de una actitud. Se trata de captar como simple novedad lo que “el otro” nos muestra. Esa actitud o aptitud, desborda al doctorado, al leído. Es decir, la cuestión va más allá de la formación intelectual, más allá de acumular citas textos o de estar mucho tiempo. Hay algunos que acumulan tanta biblioteca que  tienen dificultades de percepción, otros que viven mucho tiempo en un país distinto al que nacieron y están siempre como exiliados, los hay también que en poco tiempo captan el corazón de una cultura: es, me parece, una cuestión de actitud.
Salú!!
J.Q.
Ideas extraídas de "Teoría del viaje", de Michel Onfray. Taurus, Buenos Aires 2016.

sábado, 3 de junio de 2017

El viaje antes de viajar y la tierra media

¿Qué nos atrae de un destino?
“Aguirre la ira de Dios” de Herzog, la mirada de Kinski cargada de desafíos, aquella novela de Ospina sobre los conquistadores en busca del país de la canela, el mapa de América Latina y ese enorme corazón verde en su centro… Vaya a saber qué otras cosas más fueron construyendo aquel viaje al Amazonas. ¿Y aquel otro viaje? Quizá aquella música de Spasiuk, “Aguas del findel mundo”; la fantasía de estar allí donde ya no se puede seguir, el misterio que encierra el “non plus ultra”… Quizá así es que fuimos a parar al Chile Austral. Quizá…
¿Cómo es que elegimos un destino? ¿Cómo uno llega a poner el dedo en el mapa para decir, aquí quiero ir?
Continuando con las reflexiones en torno al libro de Onfray (Teoría del viaje), el deseo de un viaje se va alimentado con las imágenes que, sin saberlo, van dando forma a nuestra imaginería. El deseo se va alimentando, articulando, en función de un destino y a partir de distintas fuentes que nos transmiten, sin saber por qué, cierta inquietud: algún lugar del mapa, ciertos libros, las películas, la música, la historia… El destino va tomando su forma, se va instalando como un pendiente a resolver.
¿Y por qué nos atraen unos lugares más que otros? ¿Por qué razones hay quienes están más inclinados a los mares que a los desiertos? ¿A las montañas que a las llanuras? ¿A las selvas que a las estepas? Queremos paz y tranquilidad, y esas ganas nos remiten a una playa semi desértica, con alguna palmera y aguas turquesas; pero a otros a un refugio de montaña o a un desierto…
Pueden algunos inferir, como lo hace Onfray, a la forma de los presocráticos, que estamos influidos por los elementos que constituyen la naturaleza (el agua, la tierra, el aire, el fuego) y por las combinaciones de estos elementos…(el agua cálida, las tierras frías, etc.) y también los colores, sus temperaturas. Quizá sea la influencia de esos elementos y sus combinaciones, quizá nuestras cargas culturales: las historias que nos contaron de pequeños, el cine que vimos, etc. Quizá todo ello va dando forma y color a nuestras opciones, a nuestras inclinaciones por ciertos destinos.
Lo cierto es que todo eso que va dando forma al destino, y al deseo por él, ensancha nuestra subjetividad. La imaginería se dispara y ensancha nuestra imagen del mundo antes de viajar. Los paisajes, las comidas, los monumentos, el drama de la historia que se desplegó en esa geografía, etc., van construyendo las emociones, una subjetividad viajera antes de movernos de casa. Y cuando eso sucede, alguien podría decir que empezamos a viajar sin todavía movernos de nuestro sitio. Todo viaje vela y desvela una reminiscencia de lo que hemos construido antes respecto a ese mismo lugar.

Habitar la tierra media

Hay un momento clave donde el viaje, sin dudas, comienza: cuando dejamos atrás nuestra casa y nos vamos. En ese preciso momento estrenamos el viaje. Pero también desde ese momento entramos en una situación especial, lo sabemos y lo sentimos: no estamos en nuestra casa, pero tampoco en el lugar de destino. Estamos transitando un limbo, como flotando: “el viajero penetra en la tierra de nadie”, dice Onfray. Es un momento donde “se viene de” y “se va a”. Es el reino de la tierra media. Y allí, en ese limbo, entramos en un clima único donde a veces ni siquiera sabemos en qué país estamos: volando sobre el océano, en medio de una ruta, etc. Es una situación extraña porque es un momento que se desarmará ni bien lleguemos al otro puerto, parta mi avión, o lleguemos a destino: es una admósfera de intervalo
El viajero aquí está en una situación, en un ambiente, sin convenciones, codeándose con gente que muchas veces está dispuesta a la confidencia porque los viajeros somos curiosos, estamos ávidos de saber, de curiosear… Entonces todo conduce a crear un espacio donde sólo las personas crean la dinámica, las normas y las referencia para transcurrir en ese tiempo, en ese “mientras tanto” que habitamos.

Me ha pasado ya muchas veces. Aquella señora con quien, viajando a Valparaíso, nos charlamos la vida. Aquel argentino-germano que nos acompañamos una tarde por el Amazonas; aquella coreana que -a media lengua inglesa- me hablaba de la felicidad y el destierro, caminando por el Iguazú. Aquel chino que, caminando toda una tarde por Hedimburgo, me contagiaba su sentimiento de libertad. Aquella venezolana que, en el aeropuerto de Manaos, me relataba las razones de su emigración y yo de mis desventuras. Creo que nunca dije tantas cosas de mí como en esas situaciones, que se desarman cuando termina ese intervalo, y cuyo impacto dura más que todo el viaje. 
Muchas veces, en mi caso muchas, es una aventura más la de habitar ese espacio creado por el desplazamiento, momento en el cual ya me fui, pero aún no llegué donde quería llegar, y entonces tengo sorpresas que no había previsto ni imaginado. Ese tiempo del mientras tanto, esa transitoriedad, es bella, sobre todo cuando es arropada por la común humanidad que nos lleva a conectarnos.


Onfray, Michel. Teoría del viaje (poética de la geografía). ed. Taurus, Buenos Aires, 2016.