¿Qué nos atrae de un destino?
“Aguirre la ira de Dios” de Herzog, la mirada de Kinski
cargada de desafíos, aquella novela de Ospina sobre los conquistadores en busca
del país de la canela, el mapa de América Latina y ese enorme corazón verde en
su centro… Vaya a saber qué otras cosas más fueron construyendo aquel viaje al
Amazonas. ¿Y aquel otro viaje? Quizá aquella música de Spasiuk, “Aguas del findel mundo”; la fantasía de estar allí donde ya no se puede seguir, el misterio
que encierra el “non plus ultra”… Quizá así es que fuimos a parar al Chile
Austral. Quizá…
¿Cómo es que elegimos un destino? ¿Cómo uno llega a poner el
dedo en el mapa para decir, aquí quiero ir?
Continuando con las reflexiones en torno al libro de Onfray (Teoría del viaje),
el deseo de un viaje se va alimentado con las imágenes que, sin saberlo, van
dando forma a nuestra imaginería. El deseo se va alimentando, articulando, en
función de un destino y a partir de distintas fuentes que nos transmiten, sin
saber por qué, cierta inquietud: algún lugar del mapa, ciertos libros, las
películas, la música, la historia… El destino va tomando su forma, se va
instalando como un pendiente a resolver.
¿Y por qué nos atraen unos lugares más que otros? ¿Por qué
razones hay quienes están más inclinados a los mares que a los desiertos? ¿A las
montañas que a las llanuras? ¿A las selvas que a las estepas? Queremos paz y
tranquilidad, y esas ganas nos remiten a una playa semi desértica, con alguna
palmera y aguas turquesas; pero a otros a un refugio de montaña o a un
desierto…
Pueden algunos inferir, como lo hace Onfray, a la forma de
los presocráticos, que estamos influidos por los elementos que constituyen la
naturaleza (el agua, la tierra, el aire, el fuego) y por las combinaciones de
estos elementos…(el agua cálida, las tierras frías, etc.) y también los
colores, sus temperaturas. Quizá sea la influencia de esos elementos y sus
combinaciones, quizá nuestras cargas culturales: las historias que nos contaron
de pequeños, el cine que vimos, etc. Quizá todo ello va dando forma y color a
nuestras opciones, a nuestras inclinaciones por ciertos destinos.
Lo cierto es que todo eso que va dando forma al destino, y
al deseo por él, ensancha nuestra subjetividad. La imaginería se dispara y ensancha
nuestra imagen del mundo antes de viajar. Los paisajes, las comidas, los
monumentos, el drama de la historia que se desplegó en esa geografía, etc., van
construyendo las emociones, una subjetividad viajera antes de movernos de casa.
Y cuando eso sucede, alguien podría decir que empezamos a viajar sin todavía
movernos de nuestro sitio. Todo viaje vela y desvela una reminiscencia de lo
que hemos construido antes respecto a ese mismo lugar.
Habitar la tierra media
Hay un momento clave donde el viaje, sin dudas, comienza:
cuando dejamos atrás nuestra casa y nos vamos. En ese preciso momento
estrenamos el viaje. Pero también desde ese momento entramos en una situación
especial, lo sabemos y lo sentimos: no estamos en nuestra casa, pero tampoco en
el lugar de destino. Estamos transitando un limbo, como flotando: “el viajero
penetra en la tierra de nadie”, dice Onfray. Es un momento donde “se viene de”
y “se va a”. Es el reino de la tierra media. Y allí, en ese limbo, entramos en
un clima único donde a veces ni siquiera sabemos en qué país estamos: volando sobre
el océano, en medio de una ruta, etc. Es una situación extraña porque es un
momento que se desarmará ni bien lleguemos al otro puerto, parta mi avión, o
lleguemos a destino: es una admósfera de intervalo
El viajero aquí está en una situación, en un ambiente, sin convenciones, codeándose con gente que muchas veces está dispuesta a la confidencia porque los viajeros somos curiosos, estamos ávidos de saber, de curiosear… Entonces todo conduce a crear un espacio donde sólo las personas crean la dinámica, las normas y las referencia para transcurrir en ese tiempo, en ese “mientras tanto” que habitamos.
Me ha pasado ya muchas veces. Aquella señora con quien, viajando a Valparaíso, nos charlamos la vida. Aquel argentino-germano que nos
acompañamos una tarde por el Amazonas; aquella coreana que -a media lengua
inglesa- me hablaba de la felicidad y el destierro, caminando por el Iguazú.
Aquel chino que, caminando toda una tarde por Hedimburgo, me contagiaba su
sentimiento de libertad. Aquella venezolana que, en el aeropuerto de Manaos, me
relataba las razones de su emigración y yo de mis desventuras. Creo que nunca
dije tantas cosas de mí como en esas situaciones, que se desarman cuando
termina ese intervalo, y cuyo impacto dura más que todo el viaje.
Muchas veces, en mi caso muchas, es una aventura más la de
habitar ese espacio creado por el desplazamiento, momento en el cual ya me fui,
pero aún no llegué donde quería llegar, y entonces tengo sorpresas que no había
previsto ni imaginado. Ese tiempo del mientras tanto, esa transitoriedad, es
bella, sobre todo cuando es arropada por la común humanidad que nos lleva a
conectarnos.
Onfray, Michel. Teoría del viaje (poética de la geografía). ed. Taurus, Buenos Aires, 2016.
Y además de lo escrito aquí bellamente, preguntarnos, como Kavafis...qué encontramos en nuestro viaje a Itaca? qué situaciones y personajes
ResponderEliminarconvocamos? Toda una sorpresa de nosotros mismos.
Así es... los viajes son hacia algún destino geográfico, externo, pero también, siempre, de alguna manera, hacia un lugar adentro de uno... Me parece. Y a éso creo que apunta Kavafis... uno vuelve siempre un poco extraño, un poco distinto del que se fue...En fin, gracias por el comentario Cecilia! Un abrazo
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