domingo, 24 de octubre de 2021

El elefante y la economía imperial

“Frida miró al elefante, y empezó a desdibujarse, pero nada le importó. Diego miró a la paloma y la amó, entre tantas cosas, entre el lienzo y la pasión…”[1] Ese tremendo y tortuoso amor, ya en los años ’50, estaba llegando a su fin de la misma manera que lo estaban haciendo los años de oro de Guatemala, país con el que ambos tenían estrechos vínculos. De hecho, la última aparición pública de Frida fue en una marcha, meses antes de su muerte y en silla de ruedas, junto a Diego y a Juan  O’Gorman, en repudio al golpe de estado de Castillo Armas en Guatemala. 

La paloma, moriría en julio de 1954 y el elefante, todavía  hundido en la pena, recibía otra carta de su amigo Miguel Ángel Asturias, a quien el golpe le había quitado la nacionalidad guatemalteca y lo había empujado hacia su exilio en Buenos Aires. En aquella carta, el autor de “Hombres de maíz” y “Sr presidente”, convocaba a Rivera a multiplicar los repudios por la desemboozada invasión de la CIA. La respuesta de Diego no se hizo esperar. Estaba al tanto de lo que allí sucedía no sólo por Asturias, sino también por Rina Lazos, la gran muralista guatemalteca que estaba pintando en su país en tiempos del golpe. A solicitud de él, Rina juntó fotografías y recortes de la prensa, viajó al DF, y en la casa-estudio que el elefante y la paloma compartían en Coyoacán, trabajaron incansablemente por tres meses. El resultado será un mural de un impacto tremendo, tanto que las tensiones de la guerra fría dificultaron por décadas su exposición. Prohibido en EEUU y ocultado por los sucesores de Stalin, permaneció “perdido” –oculto en Moscú- por décadas. Fue expuesto nuevamente en el museo Pushkin recién en 1997, habría que esperar este siglo para que, por primera vez, se mostrara en México (2007) y en Guatemala (2010). Su título deriva de las expresiones de Foster Dulles, por entonces Secretario de Estado norteamericano, asesor de la United Fruit y gestor de la invasión, respecto al golpe en Guatemala: “Gloriosa victoria”.

El imperio en la cintura de América

El pasado 20 de octubre se cumplió el 77 aniversario de “la revolución de octubre” de 1944 en Guatemala. Esa revolución puso fin a un período de largas dictaduras que habían estirado el siglo XIX guatemalteco hasta casi la mitad del XX: mientras el mundo se había modernizado  ese país se había convertido en una zona gris entre el feudalismo y las distintas formas de trabajo forzado o de explotación precapitalista. Las dictaduras de Estrada Cabrera (1898 – 1924) y de Jorge Ubico (1931-1944), especialmente, eran terroríficas administradoras de los bienes y las ganancias de la United Fruit Company y sus subsidiarias (la Internacional Railwayls Co, la empresa de teléfonos, la de energía, la de puertos, etc). “El pulpo”, como se la llamaba popularmente en Centroamérica, fue uno de esos consorcios internacionales que, fruto de la 2da Revolución industrial en el centro, dominaron y saquearon inmensas zonas de la periferia, con gobiernos títeres que les facilitaban el acceso a los recursos naturales, la exención fiscal y  el disciplinamiento de la mano de obra.

Hacia mediados de siglo XX estas dictaduras fueron acumulando resistencias y protestas pero, tal como ocurriera en la Argentina de 1943, fue un sector del ejército quien puso el límite. Esos militares se hicieron eco de las protestas de trabajadores urbanos, estudiantes y campesinos y terminaron derrocando a la última expresión de la dictadura, el Gral  Ponce Vaidés, el 20 de octubre de 1944. Comenzaba así un período de diez años en los cuales Guatemala comenzaba a ingresar en el siglo XX. Esa revolución tendría tres importantes capítulos: La junta de gobierno, la presidencia de Juan José Arévalo y la del Cnel Jacobo Arbenz Guzmán. Esos tres momentos de modernización y construcción de una democracia popular con profundo sentido social, fue ahogada en las aguas del juego bipolar entre los imperios en beneficio de “el pulpo” bananero. El final de esos diez años constituye uno de los más altos puntos del anticomunismo, que ha sido una de las perversiones políticas del siglo XX y va camino de seguir siéndolo por el temor que sigue generando el fantasma de la igualdad.

J.J. Arévalo y Jacobo Árbenz

Al asumir la presidencia Jacobo Arbenz, en 1951, se impuso el desafío que había quedado pendiente con la gestión del primer presidente en elecciones libres: La tenencia de la tierra y los monopolios. Un dato inicial es fuerte, pero no sorprende: El 76% de los habitantes poseían el 10% de las tierras. Dicho de otra manera, el 2,2%  de los habitantes poseían el 76% de las tierras, pero la UFCo poseía aproximadamente el 50% de las tierras cultivables, de las cuales sólo utilizaba el 2,2%. A su vez, ni “el pulpo” ni sus subsidiarias habían pagado alguna vez impuestos.  El intento de Reforma Agraria hizo que la CIA organizara su segunda intervención derrocando gobiernos democráticamente elegidos, el primero había sido el derrocamiento de Mosadeq, en Irán, para revertir la nacionalización del petróleo.

El imperio en el lienzo

El mural de Rivera está lleno de detalles y, como siempre, de colores que rebosan latinoamericanidad. Puede interpretarse desde distintos ángulos y, si el observador ha leído ya “Tiempos recios”, de Vargas Llosa, verá cómo un escritor sobresaliente y de derechas confluye con un pintor magnífico y de izquierda.

La base de la imagen es el mundo de la muerte, abonado (desde la derecha del cuadro) por quienes fertilizan el suelo guatemalteco con las luchas y, por detrás de ellos, el Palacio, la Iglesia y las cárceles con sus presos que agitan la bandera celeste y blanca guatemalteca. Toda esta parte del mural fue pintada por Rina Lazo. Más aún, ella misma está allí, agregada por Diego. Cierta vez lo contó Rina: “Diego me dijo un día: ‘traiga una blusa roja mañana’.

Al día siguiente llegué y me puso a posar como guerrillera, con una ametralladora de juguete que era de su nieto Juan Pablo”. Por la izquierda ese suelo de muerte es abonado por la sangre del trabajo para recoger las bananas. Un soldado, que apoya su fusil sobre el cuerpo de un campesino, testimonia el papel disciplinador asignado a las dictaduras y, por detrás, las bananas son cargadas en un barco norteamericano. Por un lado y por otro, Rina y Diego le dan color al contexto.

En el centro de la escena, los jinetes del apocalipsis guatemalteco: el presidente norteamericano Dwight Eisenhower, como bomba antropomorfa, y en él apoyado Foster Dulles, Secretario de Estado, que saluda a Castillo Armas (“Cara de hacha”), el militar guatemalteco que se prestó a liderar el movimiento en el terreno, saluda a Dulles con dólares en el bolsillo y una pistola en la cintura. Atrás de Dulles, el “carnicero de Grecia”, John Peurifoy, embajador norteamericano en Guatemala, también, con un bolso lleno de dólares y  repartiendo; a su lado, el otro Dulles, Allen, director de la CIA y, a la derecha de ellos y mas cerca del pueblo, un personaje clave en la agitación anticomunista, el arzobispo Mariano Rossell Arellano.

Esta representación pictórica del imperio en el caribe estaría completa con “el generalísimo” Leónidas Trujillo, “el chivo”, el feroz dictador de República Dominicana; con Anastasio Somoza, el dictador nicaragüense; y con el sobrino de Sigmund Freud, Edward_Bernays. Tres piezas piezas claves en la “Operación éxito”: el primero, con asesinos puntuales que fueron claves en el trabajo que coordinó la CIA, el segundo con las bases para los aeropuertos y el territorio para el entrenamiento de las fuerzas mercenarias; y el tercero como el gran armador de la propaganda anticomunista.


El relato latinoamericanista de la militancia nacional popular en Argentina, ha querido ver en Jacobo Arbenz a una especie de Perón guatemalteco. Indudablemente, alejado de aquella coyuntura, hubo mucho de parecido entre ellos, en definitiva, eran militares nacionales y populares de posguerra y el programa de gobierno de la revolución de octubre guatemalteco tenía muchas similitudes coon el primer peronismo. Un aire de familia es inevitable. Pero el parecido sólo se puede establecer prescindiendo de la historia.

En ese sentido, Arbenz debió haber pensado que poco tenía que ver con Perón. Pensemos que cuando la operación de la CIA se estaba llevando adelante, en 1953, Somoza, que prestaba territorio y bases, es invitado por el líder argentino y condecorado con “la Orden de Honor de San Martín” y la “Orden al mejor amigo peronista” y solicita a las masas, en el balcón, 3 vivas: por Nicaragua, por el Gral Somoza y por la Patria. Pero más aún, en su exilio, entre 1956 y 1958, está dos años acogido por Leónidas Trujillo. Bueno, no es novedad que el relato político organiza la historia según sus fines, y de allí las tensiones con la Historia.  



[1] Pedro Guerra. El elefante y la paloma. Disco Golosinas (1994)

jueves, 3 de septiembre de 2020

Haber y el verdor de la ciencia desquiciada

¿Qué tienen en común el ciclo del guano en Perú o el del salitre en Chile con la batalla de Ypres (1ra guerra) o el genocidio industrial?

Del libro “Un verdor terrible” de Benjamín Labatut, Ed. Anagrama. Fragmento publicado en Babelia, El País, 1ro de setiembre de 2020.

El primer ataque con gas de la historia arrasó a las tropas francesas atrincheradas cerca del pequeño pueblo de Ypres, en Bélgica. Al despertar en la madrugada del jueves 22 de abril de 1915, los soldados vieron una enorme nube verdosa que reptaba hacia ellos por la Tierra de Nadie. Dos veces más alta que un hombre y tan densa como la niebla invernal, se estiraba de un lado a otro del horizonte, a lo largo de seis kilómetros. A su paso las hojas de los árboles se marchitaban, las aves caían muertas desde el cielo y el pasto se teñía de un color metálico enfermizo. Un aroma similar a piña y lavandina cosquilleó las gargantas de los soldados cuando el gas reaccionó con la mucosa de sus pulmones, formando ácido clorhídrico. A medida que la nube se empozaba en las trincheras, cientos de hombres se desplomaron convulsionando, ahogándose en sus propias flemas, con mocos amarillos burbujeando en su boca, su piel azulada por la falta de oxígeno. «Los meteorólogos tenían razón. Era un día hermoso, el sol brillaba. Donde había pasto, resplandecía verde. Debiéramos haber estado yendo a un pícnic, no haciendo lo que íbamos a hacer», escribió WilliSiebert, uno de los soldados que abrió parte de los seis mil cilindros de gas cloro que los alemanes derramaron esa mañana en Ypres. «De pronto escuchamos a los franceses gritando. En menos de un minuto comencé a oír la mayor descarga de municiones de rifle y ametralladoras que escuché en mi vida. Cada cañón de artillería, cada rifle, cada ametralladora que tenían los franceses tiene que haber sido disparado. Jamás oí un estruendo similar. La lluvia de balas que pasaba silbando sobre nuestras cabezas era increíble, pero no estaba deteniendo el gas. El viento seguía empujándolo hacia las líneas francesas. Escuchamos a las vacas berrear y los caballos relinchar. Los franceses siguieron disparando. Era imposible que vieran a qué estaban disparando. En unos quince minutos el fuego comenzó a detenerse. Después de media hora, solo disparos ocasionales. Entonces todo volvió a estar tranquilo. En un rato el aire se había despejado y caminamos más allá de las botellas de gas vacías. Lo que vimos fue la muerte total. Nada estaba vivo. Todos los animales habían salido de sus agujeros para morir. Conejos, topos, ratas y ratones muertos en todas partes. El olor del gas aún flotaba en el aire. Colgaba de los pocos arbustos que habían quedado. Cuando llegamos a las líneas francesas, las trincheras estaban vacías, pero a media milla los cuerpos de los soldados franceses estaban esparcidos por todas partes. Fue increíble. Luego vimos que había algunos ingleses. Uno podía ver cómo los hombres se habían arañado la cara y el cuello, tratando de volver a respirar. Algunos se habían disparado a sí mismos. Los caballos, aún en los establos, las vacas, los pollos, todo, todos estaban muertos. Todo, incluso los insectos estaban muertos.»

El hombre que había planificado el ataque con gas en Ypres era el creador de esa nueva forma de hacer la guerra, el químico Fritz Haber. De raíces judías, Haber era un verdadero genio, y tal vez la única persona en ese campo de batalla capaz de comprender las complejas reacciones moleculares que volvieron negra la piel de los mil quinientos soldados muertos en Ypres. El éxito de su misión le valió un ascenso al rango de capitán, una promoción a la jefatura de la sección de Química del Ministerio de Guerra y una cena con el mismísimo káiser Guillermo II. Pero al volver a Berlín Haber fue confrontado por su esposa. Clara Immerwahr –la primera mujer en recibir un doctorado en química de una universidad alemana– no solo había visto el efecto del gas sobre animales en el laboratorio, sino que había estado muy cerca de perder a su marido, cuando el viento cambió de súbito en una de las pruebas de campo. El gas sopló directo hacia la colina desde la cual Haber, montado sobre su caballo, dirigía a sus tropas. Fritz se salvó de milagro, pero uno de sus ayudantes no pudo escapar de la nube tóxica; Clara lo vio morir en el suelo, retorciéndose como si hubiera sido invadido por un ejército de hormigas hambrientas. Cuando Haber regresó victorioso de la masacre de Ypres, Clara lo acusó de haber pervertido la ciencia al crear un método para exterminar humanos a escala industrial, pero Fritz la ignoró por completo: para él, la guerra era la guerra y la muerte era la muerte, fuera cual fuera el medio de infligirla. Aprovechó su permiso de dos días para invitar a todos sus amigos a una fiesta que duró hasta la madrugada, al final de la cual su mujer bajó al jardín, se quitó los zapatos y se disparó en el pecho con el revólver de servicio de su marido. Murió desangrada en los brazos de su hijo de trece años, quien corrió escaleras abajo al escuchar el balazo. Aún en estado de shock, Fritz Haber fue obligado a viajar al día siguiente para supervisar un ataque de gas en el frente oriental. Durante el resto de la guerra continuó refinando métodos para desplegar el veneno con mayor eficacia, acosado por el espectro de su mujer. «Realmente me hace bien, cada tantos días, estar en el frente, donde las balas vuelan. Allí lo único que importa es el instante, y el único deber es hacer lo que uno pueda dentro de los límites de la trinchera. Y luego, de vuelta en el centro de comando, encadenado al teléfono, donde escucho en mi corazón las palabras que la pobre mujer me dijo una vez, y en una visión nacida del agotamiento, veo su cabeza emerger entre los telegramas. Y sufro.»

Luego del armisticio de 1918, Fritz Haber fue declarado criminal de guerra por los aliados, a pesar de que ellos habían utilizado el gas con el mismo fervor que las potencias del Eje. Tuvo que escapar de Alemania y refugiarse en Suiza, donde recibió la noticia de que había obtenido el Premio Nobel de Química por un descubrimiento que había hecho poco antes de la guerra, y que en las décadas siguientes alteraría el destino de la especie humana.

En 1907, Haber fue el primero en extraer nitrógeno –el principal nutriente que las plantas necesitan para crecer– directamente del aire. Con ello, solucionó, del día a la mañana, la escasez de fertilizantes que a principios del siglo XX amenazaba con desencadenar una hambruna global como no se había visto nunca antes; de no haber sido por Haber, cientos de millones de personas que hasta entonces dependían de sustancias naturales como el guano y el salitre para abonar sus cultivos podrían haber muerto por falta de alimentos. En siglos anteriores, la demanda insaciable de Europa había llevado a bandas inglesas a viajar hasta Egipto para saquear las catacumbas de los antiguos faraones no en busca de oro, joyas, o antigüedades, sino del nitrógeno contenido en los huesos de los miles de esclavos con que los reyes del Nilo se habían inhumado para que continuaran sirviéndolos más allá de la muerte. Los ladrones de tumbas ingleses ya habían agotado las reservas de Europa continental; desenterraron más de tres millones de esqueletos, incluyendo las osamentas de cientos de miles de soldados y caballos muertos en las batallas de Austerlitz, Leipzig y Waterloo, para enviarlos en barco al puerto de Hull, en el norte de Inglaterra, donde eran molidos en los trituradores de huesos de Yorkshire para fertilizar los campos verdes de Albión. Al otro lado del Atlántico, los cráneos de más de treinta millones de bisontes masacrados en las praderas norteamericanas eran recogidos uno a uno por campesinos e indios pobres, para venderlos al Sindicato de Huesos de Dakota del Norte, que los amontonaba hasta formar una pila del tamaño de una iglesia antes de transportarlos a la fábrica que los molía para producir fertilizante y «negro-hueso», el pigmento más oscuro que se podía encontrar en esa época. Lo que Haber había logrado en el laboratorio, Carl Bosch, el ingeniero principal del gigante químico alemán BASF, lo convirtió en un proceso industrial capaz de producir cientos de toneladas de nitrógeno en una fábrica del tamaño de una pequeña ciudad, operada por más de cincuenta mil trabajadores. El proceso Haber-Bosch fue el descubrimiento químico más importante del siglo XX: al duplicar la cantidad de nitrógeno disponible, permitió la explosión demográfica que hizo crecer la población humana de 1,6 a 7 mil millones de personas en menos de cien años. Hoy, cerca del cincuenta por ciento de los átomos de nitrógeno de nuestros cuerpos han sido creados de forma artificial, y más de la mitad de la población mundial depende de alimentos fertilizados gracias al invento de Haber. El mundo moderno no podría existir sin el hombre que «extrajo pan del aire», según palabras de la prensa de su época, aunque el uso inmediato de su milagroso hallazgo no fue alimentar a las masas hambrientas, sino proveer a Alemania de la materia prima que necesitaba para seguir fabricando pólvora y explosivos durante la Primera Guerra Mundial, luego de que la flota inglesa cortara su acceso al salitre chileno. Con el nitrógeno de Haber, el conflicto europeo se prolongó dos años más, aumentando las bajas de ambos lados en varios millones de personas.

Uno de los que sufrió debido a la extensión de la guerra fue un joven cadete de veinticinco años; aspirante a artista, había rehuido el servicio militar obligatorio de todas las formas posibles, hasta que la policía llegó a buscarlo al número 34 de la calle Schleissheimer, en Múnich, en enero de 1914. Bajo amenaza de prisión, se presentó al examen médico en Salzburgo, pero lo declararon «no apto, demasiado débil e incapaz de portar armas». En agosto de ese año –cuando miles de hombres se inscribían voluntariamente en las fuerzas, sin poder contener sus ganas de participar en la guerra venidera–, el joven pintor tuvo un súbito cambio de actitud: le escribió una petición personal al rey Luis III de Baviera para poder servir como austriaco en el ejército bávaro. El permiso llegó al día siguiente. Adi, como lo llamaban cariñosamente sus compañeros del Regimiento List, fue  enviado directamente a la batalla que en Alemania llegó a ser conocida como KindermordbeiYpern, la matanza de los inocentes, ya que cuarenta mil jóvenes recién enlistados murieron en solo veinte días. De los doscientos cincuenta hombres que formaban su compañía, solo cuarenta lograron sobrevivir; Adi fue uno de ellos. Recibió la Cruz de Hierro, fue promovido a cabo y nombrado mensajero de la Sede de su Regimiento, por lo que pasó los siguientes años a una cómoda distancia del frente, leyendo libros de política y jugando con un fox terrier que adoptó y llamó Fuchsl, zorrito. Ocupaba sus tiempos muertos pintando acuarelas azuladas y haciendo bocetos a carboncillo de su mascota y de la vida en las barracas. El 15 octubre de 1918, mientras languidecía esperando nuevas órdenes, fue momentáneamente cegado por un ataque con gas mostaza lanzado por los ingleses, y pasó las últimas semanas de la guerra convaleciendo en un hospital del pequeño pueblo de Pasewalk, en Pomerania, sintiendo que sus ojos se habían convertido en dos carbones al rojo vivo. Cuando supo las noticias de la derrota de Alemania y la abdicación firmada por el káiser Guillermo II sufrió un segundo ataque de ceguera, muy distinto al que le había causado el gas: «Todo se volvió negro ante mis ojos. Volví al pabellón a tientas y tambaleando, me lancé en mi litera, y hundí mi cabeza ardiendo en mi almohada», recordó años después, en una celda de la prisión de Landsberg, acusado de traición por dirigir un fallido golpe de Estado. Allí pasó nueve meses consumido por el odio, aún humillado por las condiciones impuestas a su país de adopción por las potencias vencedoras, y por la cobardía de los generales, que se habían rendido en vez de pelear hasta el último hombre.

Desde la cárcel planeó su venganza: escribió un libro sobre su lucha personal y detalló un plan para alzar a Alemania sobre todas las naciones del mundo, algo que estaba dispuesto a hacer con sus propias manos si llegase a ser necesario. En el periodo de entreguerras, mientras Adi escalaba hasta la cima del Partido Nacionalsocialista Obrero, gritando las arengas del discurso racista y antisemita que lo acabaría coronando como el Führer de toda Alemania, Fritz Haber hacía sus propios esfuerzos por recomponer la gloria perdida de su patria. 

Envalentonado por el éxito que había tenido con el nitrógeno, Haber se propuso reconstruir la República de Weimar y pagar las reparaciones de guerra que estrangulaban su economía mediante un proceso tan prodigioso como el que le había valido el Nobel: cosechar oro de las olas del mar. Viajando con una identidad falsa para no levantar sospechas, recolectó cinco mil muestras de agua de diversos mares del mundo, trozos de hielo del Polo Norte y témpanos de la Antártida. Estaba convencido de que podía minar el oro disuelto en los océanos, pero luego de años de arduo trabajo tuvo que aceptar que su cálculo original había sobrestimado el contenido de este metal precioso en varias órdenes de magnitud. Volvió a su país con las manos vacías.

En Alemania se refugió en su trabajo como director del Instituto Kaiser Wilhelm de Química-Física y Electroquímica mientras el antisemitismo iba creciendo a su alrededor. Momentáneamente protegido en el oasis académico, Haber y su equipo produjeron múltiples nuevas sustancias; una de ellas usaba el cianuro para formar un pesticida en gas cuya acción era tan violenta que lo bautizaron Zyklon, la palabra alemana que designa los vientos de un huracán. La efectividad radical del compuesto asombró a los entomólogos que lo utilizaron por primera vez, para despiojar un barco que cubría la ruta entre Hamburgo y Nueva York, quienes le escribieron directamente a Haber para elogiar «la extremada elegancia del proceso de erradicación». Haber fundó el Comisionado Nacional para el Control de Pestes; desde allí organizó la matanza de chinches y pulgas en los submarinos de la armada y ratas y cucarachas en las barracas del ejército. Luchó contra una verdadera legión de polillas que atacaba la harina que el gobierno acumulaba en silos repartidos a lo largo de todo el territorio nacional, y que Haber describió a sus superiores como «una plaga bíblica que amenazaba el bienestar del espacio vital germano», sin saber que ellos habían comenzado a implementar la persecución de todos los que compartían las raíces judías de Haber.

Fritz se había convertido al cristianismo a los veinticinco años. Estaba tan identificado con su país y sus costumbres que sus hijos solo se enteraron de su ascendencia cuando él les dijo que debían escapar de Alemania. Haber huyó después de ellos y pidió asilo en Inglaterra, pero fue violentamente repudiado por sus colegas británicos, quienes conocían el rol que había jugado en la guerra química. Tuvo que abandonar la isla poco después de llegar. Desde allí se escabulló de un país a otro, intentando alcanzar Palestina, con el pecho apretado por el dolor, ya que sus vasos sanguíneos no eran capaces de llevar suficiente sangre a su corazón. Murió en Basel, en 1934, abrazado al cilindro con el que dilataba sus arterias coronarias, sin saber que pocos años más tarde el pesticida que él había ayudado a crear sería utilizado por los nazis en sus cámaras de gas para asesinar a su media hermana, a su cuñado, a sus sobrinos, y a tantos otros judíos que murieron en cuclillas, con los músculos agarrotados y la piel cubierta de manchas rojas y verdes, sangrando por los oídos, echando espuma por la boca, con los más jóvenes aplastando a los niños y a los ancianos en su intento por escalar la pila de cuerpos desnudos y poder respirar unos minutos más, unos segundos más, ya que el Zyklon B se empozaba cerca del suelo luego de ser vertido por ranuras en el techo. Una vez que la niebla de cianuro era disipada por ventiladores, los cadáveres eran arrastrados a enormes hornos e incinerados. Sus cenizas fueron enterradas en fosas comunes, vertidas en ríos y estanques o esparcidas como abono en los campos de los alrededores. 

Dos nóbeles: Haber y Eistein

Entre las pocas cosas que Fritz Haber tenía consigo al morir hallaron una carta escrita a su mujer. En ella, Haber le confiesa que siente una culpa insoportable; pero no por el rol que jugó en la muerte de tantos seres humanos, directa o indirectamente, sino porque su método para extraer nitrógeno del aire había alterado de tal forma el equilibrio natural del planeta que él temía que el futuro de este mundo no pertenecería al ser humano sino a las plantas, ya que bastaría que la población mundial disminuyera a un nivel premoderno durante tan solo un par de décadas para que ellas fueran libres de crecer sin freno, aprovechando el exceso de nutrientes que la humanidad les había legado para esparcirse sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible.

Del libro “Un verdor terrible” de Benjamín Labatut, Ed. Anagrama. Fragmento publicado en Babelia, El País, 1ro de setiembre de 2020.

domingo, 30 de agosto de 2020

No ves que estoy llorando...

Goyeneche en SUR

Esa enorme película de Pino Solanas, SUR, cuenta la historia de la dignidad perdida. La Mesa de los sueños, era el símbolo de lo inacabado de una Argentina justa y soberana. Para quienes quisieran verlo, esa mesa era una metáfora de FORJA. Pero el  tema aquí es otro: Roberto Goyeneche, el Polaco.

En SUR había un cantor, Amado, personaje creado por el director a la medida del Polaco. Era el padre de la protagonista (Susu Pecoraro), y uno de los integrantes de la Mesa e los Sueños. El libreto, escrito por Solanas, difícil exagerar su belleza, lo ponía al Polaco en una situación difícil. En verdad toda la cuestión lo era. El primer gran trabajo de Pino fue convencer al Polaco. Largas tardes en la casa del cantor de Saavedra, sobre la calle Melián, para sacarle un "si". Cuando le mostró el libreto el Polaco le dijo: “Yo no puedo memorizar todo esto Pino!!” 

Goyeneche, Marconi y Solanas-No polaco… no te asustes, vos ya sos un gran actor…

- Pero que decís… si… si yo nunca actué…

-Pero si vos cada vez que cantás actuás!!!

El Polaco estaba tan cerca del sí como de Tokio. Pino comenzó a desandar ese temor del viejo cantor cuando en sus narices rompió en pedazos el libreto y le dijo… “Hablame de Troilo”. Solanas, desde el ´74 se había quedado con ganas de hacer algo con la dupla. Pero esa es otra historia.

Lo cierto es que, pese a un rol casi protagónico, el Polaco tuvo pocas apariciones. Es que no era fácil, más bien era casi imposible para la naturaleza del Polaco. Un hombre sencillo, muy alejado de la actuación y de la memorización de emociones. Por ejemplo, uno de los primeros problemas fue justamente cantar: “Pero Pino… escuchame una cosa, yo no puedo hacer play back!!”. Ahí Pino se dio cuenta de ese "yo nunca actué".  A este hombre le resultaba imposible repetir una interpretación dos veces de idéntica manera, simplemente porque en sus labios y en su cuerpo cada momento era único e irrepetible. Era inimaginable grabar en estudios y que luego el Polaco “hiciera” como que cantaba. Imposible.  Los técnicos solucionaron el problema con unos micrófonos escondidos, en el cantor de Saavedra y en Néstor Marconi, (el bandoneonista había sido una condición del Polaco).

Las filmaciones de diálogos combinadas con canto, le daban pavor al cantor de Saavedra,  temblaba con la posibilidad de equivocarse en medio de tantos profesionales, simplemente no podía.  Para el director y los técnicos era siempre un desafío. Cierto día, aprovechando que estaba nublado y no podían filmar en exteriores (toda la filmación estuvo marcada por el mal tiempo) lo hicieron dentro de un bar. Pino le dijo, “intentemos Polaco, solo intentemos a ver que sale… sinó perdemos el día. Si sale mal, lo hacemos en otro momento, no hay problemas, pero intentemos”. Pino, con mucha habilidad, dedicó un largo tiempo a crear el clima de la filmación: “Vos sentate y vamos a ir viendo por donde viene la cosa…” Mientras los técnicos acomodaban las luces, sentó a Susú … y en torno a una mesa tomaban un vino, alguna cerveza, y el clima que se fue creando fue único. Pino se dio cuenta, miró duramente a sus técnicos para que a ninguno se atreviera a anunciar que comenzaba la toma…

Convencido de que era un ensayo, el cantor de Saavedra formuló su texto con tanta naturalidad que se animó a romper el libreto como bromeando y gastando a Pino. Susú le dió un beso a su padre ficticio y hubo un silencio profundo hasta que Pino mostró en su cara que la toma había terminado, entonces estalló una ovación y el director, emocionado, se acercó y abrazó al Polaco: " Que?! Me estaban filmando?!!" Solanas le explicó que no se hiciera problemas, que no sería necesaria otra toma. Relajado como nunca, sonriente, feliz, desde entonces el Polaco improvisó sin temores…

En su última aparición, el Polaco le dice a Floreal (Miguel Ángel Solá) que el “barrio está lleno de ausencias”, la mesa de los sueños ya había dejado de funcionar… “¿Ves allá? ¿Ves aquel gordo que durante treinta años lo sentí tocar detrás de mí? No le puedo perdonar que se me haya ido… el aire de su fueye me daba fuerzas para cantar…” La alusión a Troilo en el guión era tan evidente que el Polaco, que no sabía de actuaciones, luego de ese recitado, empezó a llorar. Pino advirtió el momento y, para consolarlo, caminó hacia él y le puso una mano en el hombro. El cantor de Saavedra, se sintió sorprendido en la intimidad de sus recuerdos y le digo: Pará Pino, no ves que estoy llorando

Fuente: Lomgoni, Matías y Vecchiarelli, Daniel, "El polaco: vida de Roberto Goyeneche". Ediciones Música Nuestra. Bs As, 2019.

lunes, 30 de octubre de 2017

De regreso a oktubre: a 100 años de la Revolución Rusa

La insurrección de los soviets que se produjo la noche del 24 al 25 de octubre de 1917 sería un día histórico, no sólo para Rusia. Fue la caída del último estado absolutista europeo, en este caso del este europeo articulado históricamente con gran parte de Asia. Y fue un día histórico para el mundo porque abrió el camino, dio los primeros pasos, de uno de los íconos de la historia humana. ¿Porque decimos semejante cosa?
Pues bien, las sociedades humanas, desde la génesis de su historia, han luchado siempre en pos de dos objetivos: la libertad, es decir, la eliminación de obstáculos para actuar o pensar (de ahí la larga trayectoria del liberalismo); y la  igualdad, o el derecho a participar equitativamente de los bienes de la naturaleza y de los frutos de nuestro trabajo. Pues bien, la Revolución Rusa (RR) traía por entonces esa esperanza que tenía profundas raíces históricas: la esperanza respecto de la igualdad y libertad. Ambas. Por eso no es una exageración decir que rápidamente se convirtió en el ícono, por no decir el estandarte, de la lucha por la igualdad que de una manera u otra articuló lo que algunos llaman “la fe del siglo”. Entonces, cabe preguntarse: ¿Cual es el lugar de la revolución rusa en la historia? O, dicho de otra manera, ¿de que modo su presencia modeló -o no- el derrotero del siglo XX?

Las luchas por la igualdad y la libertad se enfrentaron siempre con los defensores del statu quo. Pues bien, en el siglo XX no pudieron más que escandalizarse con la RR. Desde entonces los ha desvelado ese fantasma. En ese sentido, la RR puede ser comparada, por su alcance, a la Revolución Francesa ya que ciertamente tuvo un impacto universal, ecuménico y, como tal, marcó el fin de una época y el comienzo de otra. Las masas, el pueblo, los desterrados, enbanderados con esa esperanza, daban inicio a una nueva época: el siglo XX.
No era el único episodio de estas características que señalaban el inicio de una nueva era: la Revolución mexicana (1910) está en esa línea. Las dos son revoluciones de la periferia del mundo desarrollado, la Rusa es una conmoción en el mas importante imperio de la periferia y de allí su alcance universal.
También hay otros episodios que señalan un cambio de época, justamente por aquellos años, el genocidio armenio, por ejemplo, que abre una seguidilla que caracterizará a todo el siglo XX y que justamente la RR no se abstendrá de participar; o la 1ra guerra mundial, donde queda claro ya que no es posible iniciar una guerra sin industria y, en segundo lugar, la guerra es un gran negocio.

Pero volviendo a la RR ¿Porqué señala un cambio de época?
Por varias razones. En 1er lugar, venía a decir que lo que habían escrito utopistas y el propio Marx y Engels, en 1848, no era un exceso de lenguaje o de esperanza juvenil y, por tanto, por primera vez las sociedades tenían otra posibilidad frente al capitalismo.

En 2do lugar, el episodio se interpretó, inmediatamente -desde el occidente capitalista- como una amenaza que debía ser eliminada, de allí que en la guerra civil que siguió a la toma del poder por los bolcheviques, es decir la guerra entre el Ejército Rojo y los blancos, que se llevó la vida de poco mas de 8 millones de personas, los blancos tuvieron el apoyo antirrevolucionario de 13 países capitalistas. Pero una vez terminada esa guerra interna, la lucha de esos países capitalistas fue contra las influencias de esa RR. Fue el combate persistente, y durante todo el siglo, contra un enemigo invisible y universal, un fantasma que se escondía detrás de cada protesta, detrás de cada huelga, detrás de cada proyecto de reforma. Pensemos, por ejemplo en nuestro país, en la Patagonia, entre 1919 y 1921, el temor irracional que generaba la lucha por un simple convenio colectivo de trabajo era porque la oligarquía terrateniente pensaba que detrás de aquellos andrajosos obreros había algo parecido a los soviets. Pensemos en Sacco y Vanzzetti y el origen del FBI, por ejemplo. O el caso de la 2da República Española (1931), donde un proyecto moderadamente reformista, en un contexto europeo de ascenso de los fascismos, las potencias occidentales condenaron ese ensayo por el “peligro comunista” que “supuestamente” encarnaba, prefiriendo al fascismo ultracatólico del franquismo.
Lo que hay que decir es que ciertamente era un temor real, la posibilidad de la expansión del socialismo estaba en la dinámica social de los tiempos. Porque había un importante crecimiento de diversas fuerzas que pujaban hacia el sentido de profundizar la igualdad, hacia el socialismo, aunque no todos de la misma manera: una expresión de ello era justamente la 2da república española, en 1931, aunque ciertamente muy moderada. Por lo que aquí interesa, en ese amplio universo socialista que estaba creciendo, la RR parecía concentrar las esperanzas a pesar de que ya estaba acentuando sus rasgos mas perversos. La esperanza en el programa socialista de la RR fue tan grande que no dejaba ver, y eso sucedió por décadas, esa enorme perversidad.
Digámoslo directamente y de una vez: toda revolución tiene su momento de fuerte autoritarismo, su tiempo de imposición del régimen, su tiempo de terminar de derrotar a los contrarrevolucionarios. Hasta allí podría pensarse, inclusive justificarse, el llamado “terror rojo” de los primeros tiempos que comienza con el decreto del 5 de setiembre de 1918. Pero, lo sabemos, la cosa no quedó allí. Una serie de factores condujeron a que esa violencia fuera inherente al sistema y no solo una coyuntura de la construcción. Sin agotarlos, esos factores son los siguientes:

1ro- El “gran miedo” que en forma creciente se instalaba en los gobiernos de las potencias industriales de occidente, también comenzó a operar -en forma inversa- al interior de la revolución. Digámoslo de esta manera: ese “gran miedo”, dentro de la URSS, se tradujo en un temor obsesivo a la invasión externa (lo que nunca fue posible, ni figuró en los planes de nadie, excepto Hitler. Pero que inclusive en este caso Stalin tardó un tiempo en creer, como ya sabemos por el testimonio de Leopold Trepper). Ese “gran miedo” se tradujo también en el temor y el pánico a una supuesta conspiración de dirigentes soviéticos disidentes, desconfianza obsesiva propia de todos los procesos de concentración de poder: el temor a los disidentes. En parte ese es el origen de las purgas entre 1936 y 1939, el gulag, los campos de trabajos forzados, la NKVD, la persecusión universal al trostkysmo y gran parte del servicio de espionaje. Abunda la literatura y los ensayos sobre esta cuestión. Últimamente se ha vuelto sobre el tema con las novelas de Padura; pero también con “Muñeca Rusa”, de Alicia Dujovne; o los libros del húngaro Sandor Marai que están en la línea de Milan Kundera.

2- No puede comprenderse esa violencia sistémica de la RR sin considerar que se llevaba a cabo en un imperio decadente como el de los zares, donde el centralismo, el autoritarismo, el antisemitismo y, en definitiva, el orgullo imperial eran parte del aire que esa sociedad respiraba. La Revolución en ningún momento vino a cuestionar ese formato del aire, es decir, no renunció a ello. Visto con la mirada histórica, aquellas primeras décadas pos revolución fueron el proceso de transición del imperio ruso de su modalidad zarista a su modalidad soviética (como hoy estamos viendo esa reestructuración imperial con Putín luego de la crisis del sistema soviético con la Perestroika de Gorbachov). Esto explica no sólo la continuidad de un sistema policíaco sino también la violencia ejercida hacia las naciones que conformaron la URSS y que antes eran parte del imperio de los zares. Desde allí puede pensarse el genocidio ucraniano, el holodomor, entre 1931 y 1932 (3,5 millones de personas), o las razones del porque, en Kazagistán, por ejemplo, la colectivización forzada y la sedentarización brutal se llevó casi dos millones de personas. Parte de este drama, escasamente conocido en occidente es lo que relatan las noovelas de Andrei Makine como "Requiem por el este" y otras.
Charles Darwin y Karl Marx

3- Por otro lado, en tercer lugar, esa violencia sistemática emerge también de la particular forma en que fue interpretada la tradición marxista. Hubo allí, como en gran parte del pensamiento político europeo de la época, una asociación lamentable y no siempre explícita, con Charles Darwin.  Expongámoslo de esta manera: en 1859, muchos años después de pasar por aquí y tomarse unos mates con Don Juan Manuel de Rosas, Darwin publicó su gran obra “Origen y evolución de las especies”. El texto tuvo un enorme impacto en todo el ámbito del pensamiento científico y social europeo, por entonces en plena expansión, donde las ciencias naturales se habían convertido en el patrón metodológico para el conocimiento científico, pero también para la política, que debía estar orientada por ese conocimiento. Por ejemplo, el pensamiento social recibió esa influencia en Spencer desde donde, como en la naturaleza, la sociedad era también el ámbito de la supervivencia del mas apto. Era lamentable, pero era también la lógica del progreso, de la civilización: no todos estaban en condiciones de subir al tren del progreso y la civilización. Fue este un argumento “científico” que fortalecía el colonialismo europeo y desde donde la desaparición de pueblos o personas que se resistían a esa dinámica histórica era una fatalidad propia del desarrollo histórico hacia el progreso, mas allá de cualquier emotividad era la lógica histórica que, por decirlo de alguna manera, tenía sus “daños colaterales”. Desde la perspectiva de quienes condujeron la RR, la dinámica histórica conducía hacia el socialismo y luego al comunismo y, claro, así como un sistema quedaría atrás también las clases sociales que lo conformaban, la burguesía o el campesinado. Es decir, había clases que debían desaparecer -todas las variantes de la burguesía, por ejemplo- para que las fuerzas positivas del socialismo puedan desplegarse. Todos quienes sean definidos como un obstáculo para la evolución histórica, están condenados a desaparecer, ahora ya no como seres inferiores, sino como clases anti históricas. Y no sólo la burguesía, también el campesinado que era también una clase atrasada. Se trata de millones de personas donde “ninguno era culpable de nada, pero pertenecían a una clase que era culpable de todo”, es una frase que cabe para la burguesía, para el campesinado como para las expresiones nacionales que, aunque socialistas, como en Ucrania, debían ser sometidas.
Lo que estamos diciendo es que, por distintos factores, a poco de andar, esa gran revolución comenzó a estar herida por factores propios que durante el siglo la fueron socavando y que solo pudieron ocultarse a fuerza de mayor autoritarismo y propaganda. A fuerza de totalitarismo.

Claro, la presencia de un totalitarismo mas obscenamente irracional en occidente, como el fascismo, cuando Hitler se dispone a invadir la URSS, supuso la utilización de ese gran enemigo externo para ocultar esa perversión interna. La aparición del enemigo externo explícito y no fantasmal -como el capitalismo a punto de invadir o de la conspiración antisoviética interna con conexiones troskistas- produjo el efecto de siempre. Pero no por ello desaparecieron esas piedras en los zapatos de la revolución. La vida de Vassilli Grosman, en este sentido, es muy clara, allí el antisemitismo de la RR se combinó con los trabajos forzados, la persecución y el espionaje sobre quien había sido el reportero del Ejército Rojo.

Esa violencia sistémica de la RR, se expresó también en casi todos los ordenes de la producción de conocimiento y en la producción de arte. El tema no es secundario, por el contrario, hace foco en una cuestión central: el lugar del individuo y su creatividad en los procesos sociales, productivos o no, pero siempre creativos. La pregunta es: ¿hay posibilidad de construir y sostener la igualdad anulando la libertad que supone la expansión de la subjetividad? O, de otra manera, es todavía legítimo clausurar las libertades en pos de una supuesta igualdad? O, ¿es todavía posible o deseable apostar a un sistema que en pos de la igualdad pretenda homogeneizar, o sujetar la subjetividad y la libertad a una planificación estatal central? Y esto, claro, tiene un impacto enorme, tremendo, en el sistema económico, ni hablar en la producción cultural. Es muy interesante en este sentido revisar la vida de Shostakovich, relatada recientemente en una novela (El ruido del tiempo de Julian Barnes).
 
Luego, como sabemos ahora, ese “gran miedo” occidental al comunismo -durante la primera mitad del siglo XX- se convirtió en política occidental luego de la segunda gran guerra. Un miedo premeditadamente excesivo y manipulado a la dictadura comunista que, como se verá con el correr del siglo, no era más que la excusa para consolidar la economía del capital y cancelar todo intento de revolución o reforma. De hecho, en nombre de ese “temor a la dictadura comunista”, se alentaron las mas tremendas dictaduras y se iniciaron las guerras más atroces de la segunda mitad del siglo. Es lo que Hobsbawm llama imperialismo de los DDH, es decir la idea de un imperio que en nombre de la libertad y la democracia derroca gobiernos, impone dictaduras o provoca guerras tuvo en la manipulación del “miedo al comunismo” una herramienta fundamental.
Lo cierto es que esa dictadura existía. Aunque Stalin muere casi 10 años después de terminada la 2da gran guerra, en 1953, y aunque los dirigentes soviéticos no volvieron a recurrir a un terror a una escala tan grande, su tolerancia a la disidencia no fue muy diferente. Como lo argumenta Josep Fontana, consiguieron, a fuerza de totalitarismo, salvar al estado soviético, pero a costa de profundizar la renuncia a una sociedad socialista, es decir, la revolución que había surgido para eliminar la tiranía del estado acabó construyendo un estado opresor, erigido, paradógicamente para salvar a la revolución.

Pese a todo, el temor a ese contagio revolucionario, a partir de la revolución, alimentó la dinámica social, inclusive en América Latina. No es nada difícil encontrar, por ejemplo, un alto componente anticomunista en las experiencias nacional populares latinoamericanas, fundamentalmente en el varguismo y en el peronismo de los '50. Porque el miedo al contagio en el “mundo libre” no sólo alimentó a la represión sino también potenció lo que Fontana llama el “reformismo del miedo”, que había surgido en la Alemania de fines del siglo XIX: esto es, un capitalismo con políticas de bienestar para consolidar un orden social que los trabajadores amenazaban o podían amenazar. Esto, después de la 2da guerra, se generalizó con los estados de bienestar. La etapa dorada del capitalismo no se entiende completamente sin ese “gran miedo”. Ese “reformismo del miedo” se llevó a cabo con una propaganda sistemática contra una revolución que nunca pensó en la invasión de occidente, porque su principal herramienta fue la fe: la fe en que la lógica de la historia marchaba hacia el comunismo, por tanto, tarde o temprano occidente llegaría a él.

Esa comprensión vanguardista de la historia, que marchaba hacia el socialismo y que el faro, el mascarón de proa, era la URSS -junto con todos aquellos elementos propios al sentido imperial ruso- condujeron a la desacreditación universal del relato socialista cuando, por ejemplo, los dirigentes comunistas condenaron los populismos latinoamericanos, o cuando condenaron el mayo francés o el mexicano; o con la represión a la propuesta de socialismo con rostro humano en Checoslavaquia o en Hungría.  Con ello el miedo a la revolución se fue desvaneciendo, sólo era cuestión de tiempo que ese castillo de naipes se cayera en 1989. Cuando cayó, el imperio norteamericano comenzó a inventar otro enemigo en su reemplazo: el mundo musulmán. Así se dio forma a la primera guerra de la pos guerra fría, la guerra de Irak en 1991.

Pero está claro que la amenaza no era el sistema socialista que emergía de la URSS. La amenaza no era el comunismo, a pesar de que se agitaba ese miedo, sino las posibilidades de reforma o de revolución que las mismas sociedades necesitaban. Y ese temor a la revolución o a la reforma es lo que marcó el siglo XX. Por eso es un gran acierto lo que Karl Kraus había señalado hacia 1920, cuando decía que no le interesaba la práctica del comunismo, no es eso lo relevante. Lo más importante es lo que simboliza, “es su condición de amenaza constante sobre las cabezas de los que poseen riquezas lo que importa, que Dios nos conserve para siempre al comunismo, para que esta chusma no se vuelva todavía más desvergonzada… y para que, por lo menos, cuando se vayan a dormir sufran pesadillas”.
J.Q. 

sábado, 17 de junio de 2017

Viajar: entre el misionero y la invención de la inocencia

Reconozcamos algo, ir a un lugar para confirmar la imagen que previamente tenemos de esa geografía o sociedad, es no sólo conocer poco sino que además podríamos  preguntarnos, en definitiva, en un acto de sinceridad: ¿para que fui?
Todos tenemos un amigo que, siendo admirador del “milagro alemán”, vuelve de Berlín con imágenes que confirmaban lo que ya antes de ir nos decía. O aquel amigo progresista, o reaccionario, que vuelve de Cuba reproduciendo su mismo discurso, pero con fotos.
Inmigrantes iraníes en Trafalgar Square (Londres).
Foto J. Quintar - 2016 
Es muy interesante lo de Michel Onfray en este punto de su libro, Teoría del viaje: “Ir a un sitio es, la mayoría de las veces dirigirse al encuentro de lugares comunes asociados desde siempre al destino elegido”. Y sabemos que no tenemos que hacer ningún esfuerzo para confirmar esos lugares comunes. Así, iremos a Alemania para confirmar que son un canto al orden; a Bs As para confirmar el ser nostálgico de los porteños y su egocentrismo; al África para confirmar que son sociedades con ritmo; a Brasil para reconocer una sociedad hedonista aunque no veamos garotas; a Japón para volver diciendo “que son muy educados y formales”; volveremos de París, claro, hablando de la arrogancia parisina; y así hasta el infinito de los lugares comunes construidos por los prejuicios, las revistas y toda la industria cultural.
Pues bien, viajar para conocer implica cierto esfuerzo previo por desarmar esos lugares comunes. Viajar sin desarmarlos equivale, como bien lo sugiere Onfray, a la lógica del misionero: estar tan centrado en la propia perspectiva que no se puede ver al otro, no se puede dejar de medir la realidad nueva sin la vara de la propia cultura.
Viajar para confirmar los lugares comunes es una manera, aunque suavizada, de no ver al otro, de echarle otra palada de tierra sobre la negación que el lugar común construye. Entre el riesgo de la perspectiva del misionero y la imposible virginidad mental y perceptiva -porque es imposible viajar vacío de prejuicios y de lugares comunes- hay un viaje diferente: “Nada de verdades absolutas, dice Onfray, solo verdades relativas… nada de instrumentos comparativos que imponen la lectura de un lugar con los instrumentos de otro”. Más bien la voluntad de dejarse sorprender, estar abierto a lo novedoso, efectivamente como un recién llegado.
Por las calles de la Habana
J.Quintar 2015.
Quizá aquí pueda establecerse alguna diferenciación entre el “turista” y el “viajero”. El primero compara, el segundo separa e intenta entrar en un mundo desconocido, sin compromisos, con más dudas que certezas, con más preguntas que respuestas. Una actitud que ciertamente es más difícil, mas trabajosa, pero más rica y fructífera que -advierto- no nos permitirá, ni aún a la vuelta del lugar de destino, tener una conclusión sobre aquello distinto. Pero nuestra subjetividad, nuestra capacidad de percepción, será infinitamente más exquisita, más rica, más colorida, con más capacidad de matices. Porque, en definitiva, es ése el gran efecto que causa el mundo sobre el viajero: la sorpresa.
Entonces, así como es imposible viajar cargando una virginidad de lugares comunes y de prejuicios, o con una inocencia parecida a la de una página en blanco, la idea está en tratar de desarmar previamente y acercarse a esa inocencia deseada.
Dicho esto, se podría decir que el desarmar los prejuicios y los lugares comunes requiere de tiempo, de estar más tiempo en determinado lugar, o de leer e instruirse respecto a ese destino. Pero advierto, junto con el autor que estamos comentando, Onfray, que no se trata de estar más tiempo en esa región de destino o de desandar lecturas y racionalidades, sino más bien de una actitud. Se trata de captar como simple novedad lo que “el otro” nos muestra. Esa actitud o aptitud, desborda al doctorado, al leído. Es decir, la cuestión va más allá de la formación intelectual, más allá de acumular citas textos o de estar mucho tiempo. Hay algunos que acumulan tanta biblioteca que  tienen dificultades de percepción, otros que viven mucho tiempo en un país distinto al que nacieron y están siempre como exiliados, los hay también que en poco tiempo captan el corazón de una cultura: es, me parece, una cuestión de actitud.
Salú!!
J.Q.
Ideas extraídas de "Teoría del viaje", de Michel Onfray. Taurus, Buenos Aires 2016.

sábado, 3 de junio de 2017

El viaje antes de viajar y la tierra media

¿Qué nos atrae de un destino?
“Aguirre la ira de Dios” de Herzog, la mirada de Kinski cargada de desafíos, aquella novela de Ospina sobre los conquistadores en busca del país de la canela, el mapa de América Latina y ese enorme corazón verde en su centro… Vaya a saber qué otras cosas más fueron construyendo aquel viaje al Amazonas. ¿Y aquel otro viaje? Quizá aquella música de Spasiuk, “Aguas del findel mundo”; la fantasía de estar allí donde ya no se puede seguir, el misterio que encierra el “non plus ultra”… Quizá así es que fuimos a parar al Chile Austral. Quizá…
¿Cómo es que elegimos un destino? ¿Cómo uno llega a poner el dedo en el mapa para decir, aquí quiero ir?
Continuando con las reflexiones en torno al libro de Onfray (Teoría del viaje), el deseo de un viaje se va alimentado con las imágenes que, sin saberlo, van dando forma a nuestra imaginería. El deseo se va alimentando, articulando, en función de un destino y a partir de distintas fuentes que nos transmiten, sin saber por qué, cierta inquietud: algún lugar del mapa, ciertos libros, las películas, la música, la historia… El destino va tomando su forma, se va instalando como un pendiente a resolver.
¿Y por qué nos atraen unos lugares más que otros? ¿Por qué razones hay quienes están más inclinados a los mares que a los desiertos? ¿A las montañas que a las llanuras? ¿A las selvas que a las estepas? Queremos paz y tranquilidad, y esas ganas nos remiten a una playa semi desértica, con alguna palmera y aguas turquesas; pero a otros a un refugio de montaña o a un desierto…
Pueden algunos inferir, como lo hace Onfray, a la forma de los presocráticos, que estamos influidos por los elementos que constituyen la naturaleza (el agua, la tierra, el aire, el fuego) y por las combinaciones de estos elementos…(el agua cálida, las tierras frías, etc.) y también los colores, sus temperaturas. Quizá sea la influencia de esos elementos y sus combinaciones, quizá nuestras cargas culturales: las historias que nos contaron de pequeños, el cine que vimos, etc. Quizá todo ello va dando forma y color a nuestras opciones, a nuestras inclinaciones por ciertos destinos.
Lo cierto es que todo eso que va dando forma al destino, y al deseo por él, ensancha nuestra subjetividad. La imaginería se dispara y ensancha nuestra imagen del mundo antes de viajar. Los paisajes, las comidas, los monumentos, el drama de la historia que se desplegó en esa geografía, etc., van construyendo las emociones, una subjetividad viajera antes de movernos de casa. Y cuando eso sucede, alguien podría decir que empezamos a viajar sin todavía movernos de nuestro sitio. Todo viaje vela y desvela una reminiscencia de lo que hemos construido antes respecto a ese mismo lugar.

Habitar la tierra media

Hay un momento clave donde el viaje, sin dudas, comienza: cuando dejamos atrás nuestra casa y nos vamos. En ese preciso momento estrenamos el viaje. Pero también desde ese momento entramos en una situación especial, lo sabemos y lo sentimos: no estamos en nuestra casa, pero tampoco en el lugar de destino. Estamos transitando un limbo, como flotando: “el viajero penetra en la tierra de nadie”, dice Onfray. Es un momento donde “se viene de” y “se va a”. Es el reino de la tierra media. Y allí, en ese limbo, entramos en un clima único donde a veces ni siquiera sabemos en qué país estamos: volando sobre el océano, en medio de una ruta, etc. Es una situación extraña porque es un momento que se desarmará ni bien lleguemos al otro puerto, parta mi avión, o lleguemos a destino: es una admósfera de intervalo
El viajero aquí está en una situación, en un ambiente, sin convenciones, codeándose con gente que muchas veces está dispuesta a la confidencia porque los viajeros somos curiosos, estamos ávidos de saber, de curiosear… Entonces todo conduce a crear un espacio donde sólo las personas crean la dinámica, las normas y las referencia para transcurrir en ese tiempo, en ese “mientras tanto” que habitamos.

Me ha pasado ya muchas veces. Aquella señora con quien, viajando a Valparaíso, nos charlamos la vida. Aquel argentino-germano que nos acompañamos una tarde por el Amazonas; aquella coreana que -a media lengua inglesa- me hablaba de la felicidad y el destierro, caminando por el Iguazú. Aquel chino que, caminando toda una tarde por Hedimburgo, me contagiaba su sentimiento de libertad. Aquella venezolana que, en el aeropuerto de Manaos, me relataba las razones de su emigración y yo de mis desventuras. Creo que nunca dije tantas cosas de mí como en esas situaciones, que se desarman cuando termina ese intervalo, y cuyo impacto dura más que todo el viaje. 
Muchas veces, en mi caso muchas, es una aventura más la de habitar ese espacio creado por el desplazamiento, momento en el cual ya me fui, pero aún no llegué donde quería llegar, y entonces tengo sorpresas que no había previsto ni imaginado. Ese tiempo del mientras tanto, esa transitoriedad, es bella, sobre todo cuando es arropada por la común humanidad que nos lleva a conectarnos.


Onfray, Michel. Teoría del viaje (poética de la geografía). ed. Taurus, Buenos Aires, 2016.

martes, 23 de mayo de 2017

Onfray: reflexiones para amantes de la ruta

Hay una vieja canción de Serrat que siempre me conmovió: “Juan y José”. Es una de esas canciones que hablan de personas que, a pesar de tener inclinaciones muy distintas ante la vida, se quieren… se aman. Para Juan el mundo está siempre por estrenarse, desde que vio el horizonte no duerme tranquilo…; José parece amar sólo su tierra, le basta ella para pensar el mundo… Es que hay quienes son más proclives al flujo, a los transportes, a los cambios, al nomadismo; y otros a echar raíces, más apegados, con un mayor deseo de radicación… un sentido más sedentario. No es que existan estos sujetos en formas puras, lo sabemos, pero es cierto que unos aman más la ruta que el hogar, así de simple.

Sedentarismo y nomadismo se han mitologizado como dos formas de estar en el mundo: el pastor y el agricultor. Como arquetipos, esta oposición puede uno advertirla desde el neolítico hasta la actualidad.
Los pastores si responden a algunas reglas comunitarias, son muy básicas; en tanto que los segundos, se instalan, construyen, edifican, no sólo casas sino un sistema social más complejo (el estado y la Ley, las iglesias). Si seguimos el razonamiento llegaríamos a una expresión que podría decir algo así: “el nómada inquieta a los poderes, es incontrolable, es la elección libre imposible de seguir, de fijar, de asignar” (Michel Onfray), de pagar impuestos, de registrar. Esta oposición arquetípica (sedentario-nómada) está ya en la Biblia: Caín y Abel. Estos hermanos viven una tragedia, el primero agricultor, el segundo pastor. 
La historia bíblica acentúa esa oposición porque si el agricultor mata al pastor, Dios lo “condena”, si, lo condena a ser un errante. Es decir, el ser nómada, el movimiento, el estar “sin raíces”, es el castigo…” El viajero empedernido parece proceder de la raza de Caín”. “La ausencia de casa, de tierra, de suelo supone, antes bien, un gesto inapropiado, una pena causada a Dios”. Puede que sea esta razón mitológica, cultivada por siglos, la razón por la cual judíos, zíngaros, romanís, gitanos, bohemios, calós y todas las gentes de los caminos saben que se les ha querido sedentarizar, o inclusive se les ha condenado: “El viajero desagrada al Dios de los cristianos” pero también a príncipes y reyes…
Onfray da vueltas, pero llega a decirlo clara y directamente: “Todas las ideologías dominantes ejercen su control, su dominación, entiéndase su violencia, sobre el nómada”. Y más aún los totalitarismos modernos que han sentado su identidad sobre nacionalismos y sobre identidades que se construyen arraigadas como raíces. Los otros son inasimilables, así se comienza con la obligatoriedad de una residencia y se termina con el gaseo o el Gulag. De igual manera el capitalismo sin más condena la errancia, ya que se trata de sujetos que no son fácilmente asimilables al mercado. Cuál es el castigo hacia ellos?: “Los puentes, la calles, las aceras, las bocas de los metros, las bodegas, las estaciones, los bancos: el envilecimiento de los cuerpos y la imposibilidad de un refugio, de un reposo”.

El viajero empedernido ciertamente no es un nómada, pero algo tiene de él. Hay un cierto aire de familia entre ambos. El viajero empedernido siente algo de eso…va cultivando relaciones y experiencias, sin territorio, aquí y allá, la experiencia y afectividad desterritorializada lo enorgullece. Gusto por el movimiento, pasión por el cambio, independencia furiosa, pasión por la improvisación, ama una autonomía que siente como sagrada…y claro… un viajero empedernido tiene entonces cuentas pendientes con las bases del sedentarismo: el trabajo, la familia y la Patria. El viajero empedernido, quien más quien menos, pertenece a esa larga genealogía de los nómadas.
Reflexiones en torno al libro de Michel Onfray, "Teoría del viaje". Ed. Taurus. Buenos Aires, 2017.