Hay
una vieja canción de Serrat que siempre me conmovió: “Juan y José”. Es una de
esas canciones que hablan de personas que, a pesar de tener inclinaciones muy distintas ante
la vida, se quieren… se aman. Para Juan el mundo está siempre por estrenarse,
desde que vio el horizonte no duerme tranquilo…; José parece amar sólo su
tierra, le basta ella para pensar el mundo… Es que hay quienes son más
proclives al flujo, a los transportes, a los cambios, al nomadismo; y otros a
echar raíces, más apegados, con un mayor deseo de radicación… un sentido más
sedentario. No es que existan estos sujetos en formas puras, lo sabemos, pero
es cierto que unos aman más la ruta que el hogar, así de simple.
Sedentarismo
y nomadismo se han mitologizado como dos formas de estar en el
mundo: el pastor y el agricultor. Como arquetipos, esta oposición puede uno
advertirla desde el neolítico hasta la actualidad.
Los
pastores si responden a algunas reglas comunitarias, son muy básicas; en tanto
que los segundos, se instalan, construyen, edifican, no sólo casas sino un
sistema social más complejo (el estado y la Ley, las iglesias). Si seguimos el
razonamiento llegaríamos a una expresión que podría decir algo así: “el nómada
inquieta a los poderes, es incontrolable, es la elección libre imposible de
seguir, de fijar, de asignar” (Michel Onfray), de pagar impuestos, de
registrar. Esta oposición arquetípica (sedentario-nómada) está ya en la Biblia:
Caín y Abel. Estos hermanos viven una tragedia, el primero agricultor, el
segundo pastor.
La
historia bíblica acentúa esa oposición porque si el agricultor mata al
pastor, Dios lo “condena”, si, lo condena a ser un errante. Es decir, el ser nómada, el movimiento, el estar “sin raíces”, es el castigo…” El viajero empedernido parece proceder de la raza de Caín”. “La
ausencia de casa, de tierra, de suelo supone, antes bien, un gesto inapropiado,
una pena causada a Dios”. Puede que sea esta razón mitológica, cultivada por
siglos, la razón por la cual judíos, zíngaros, romanís, gitanos, bohemios,
calós y todas las gentes de los caminos saben que se les ha querido
sedentarizar, o inclusive se les ha condenado: “El viajero desagrada al Dios de
los cristianos” pero también a príncipes y reyes…
Onfray
da vueltas, pero llega a decirlo clara y directamente: “Todas las ideologías
dominantes ejercen su control, su dominación, entiéndase su violencia, sobre el
nómada”. Y más aún los totalitarismos modernos que han sentado su identidad
sobre nacionalismos y sobre identidades que se construyen arraigadas como
raíces. Los otros son inasimilables, así se comienza con la obligatoriedad de
una residencia y se termina con el gaseo o el Gulag. De igual manera el
capitalismo sin más condena la errancia, ya que se trata de sujetos que no son
fácilmente asimilables al mercado. Cuál es el castigo hacia ellos?: “Los
puentes, la calles, las aceras, las bocas de los metros, las bodegas, las
estaciones, los bancos: el envilecimiento de los cuerpos y la imposibilidad de
un refugio, de un reposo”.
El
viajero empedernido ciertamente no es un nómada, pero algo tiene de él. Hay un
cierto aire de familia entre ambos. El viajero empedernido siente algo de
eso…va cultivando relaciones y experiencias, sin territorio, aquí y allá, la experiencia y afectividad desterritorializada lo enorgullece. Gusto por el movimiento,
pasión por el cambio, independencia furiosa, pasión por la improvisación, ama una autonomía que siente como sagrada…y claro… un viajero empedernido tiene
entonces cuentas pendientes con las bases del sedentarismo: el trabajo, la
familia y la Patria. El viajero empedernido, quien más quien menos, pertenece a
esa larga genealogía de los nómadas.
Reflexiones en torno al libro de Michel Onfray, "Teoría del viaje". Ed. Taurus. Buenos Aires, 2017.
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