Artículo publicado en La Mañana de Neuquén, suplemento económico, el domingo 11 de setiembre. Fragmento de la Introducción al libro "Veintiuno" Juan Quintar (Comp.) Ed. Educo.
¿Cuánto ha cambiado el mundo entre principios y fines del siglo XX? La
pregunta nos plantea un inmenso desafío. Nada más pensar en el
desarrollo de los medios de comunicación, de la aeronáutica; en las
grandes guerras, la exploración del espacio, la inestabilidad
financiera, la expansión demográfica, por poner algunos ejemplos, abruma
a cualquier cientista social que quiera hacer un análisis integrado del
período. Porque cada uno de esos aspectos impacta de múltiples maneras
en el conjunto, conformando una realidad casi inconmensurable. La
intervención sobre el átomo, por caso, que revolucionó la mitad del
siglo XX, hoy se presenta casi como “anecdótica” ante la posibilidad de
crear, inventar o modificar organismos vivos con la manipulación
genética. Y ello, como todo lo que se coloca en el límite de lo
conocido, si bien soluciona viejos problemas, también abre nuevos de
resolución incierta.
Definitivamente, las incertidumbres de principios del siglo XX no eran de esta naturaleza.
Por otro lado, el impacto de las grandes transformaciones no es menor al que provoca la velocidad con que las mismas se suceden y se incorporan a la vida cotidiana. Ese aceleramiento del cambio histórico agudiza el sentido transitorio, perecedero, de todo lo que nos rodea. A esto mismo se refería el novelista checo, Milan Kundera, cuando afirmaba que “hay un vínculo secreto entre lentitud y memoria, entre velocidad y olvido”; la primera es directamente proporcional a la intensidad del segundo. (…) “Nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma”, insiste Kundera. Al parecer, la centuria pasada nos dejó este ingrediente de sabor extraño en nuestras vidas: lo efímero.
Que esa etapa que acabó hace pocos años ha sido un siglo de transformaciones vertiginosas y de vivencias extremas, no hay duda de ello. También es cierto que por debajo de las grandes transformaciones de distinto orden, y buscando la permanencia que esa pátina de lo efímero nos oculta, la humanidad se enfrenta con desafíos muy parecidos a los que tenía a principios de siglo, aunque –obviamente- inmersos en una complejidad mayor.
Lejos de la abstracción propia de las ciencias sociales, las historias de vida suelen reflejar esas persistencias, quizá porque, como decía Lennon, “la vida es aquello que nos sucede mientras planificamos cosas importantes”, por lo cual, al momento de mirar para atrás y reconstruirla, ponemos en evidencia su continuidad. Pensemos, por ejemplo, en Roger Casement, que a principios del siglo XX fue testigo de lo que era capaz el poder del dinero. Nunca más pudo conciliar el sueño después de conocer, como describe Vargas Llosa en ‘El sueño del celta’, “las indescriptibles crueldades a las que podía llegar el ser humano azuzado por la codicia y sus malos instintos en un mundo sin ley”. Nunca lo abandonaron las imágenes de esas personas cuyas manos habían sido cortadas por no alcanzar a recolectar las cuotas de caucho que las empresas británicas exigían en el Congo o en el Amazonas. El relato de las masacres caucheras europeas, como su lucha nacionalista por la independencia de Irlanda, son testimonios de una época donde el irrefrenable e impune poder del dinero se abría camino sobre el resto del mundo, especialmente la periferia.
Buscando una voz que nos hable de los fines de este siglo, problemático
y febril, nos encontramos con Stéphane Hessel cuya vida no necesita ser
novelada. En su infancia estuvo rodeado de intelectuales como Walter
Benjamin o artistas como Marcel Duchamp. Al estallar la Segunda Guerra
se incorporó a la resistencia francesa y fue parte del equipo de De
Gaulle. Detenido por los nazis, fue torturado y deportado al campo de
exterminio de Buchenwald de donde reiteradamente trató de evadirse,
hasta que logró su objetivo haciéndose pasar por muerto. Al terminar la
guerra fue enviado -en representación de Francia- a las reuniones para
conformar la Organización de las Naciones Unidas, con lo que,
con apenas 28 años, fue uno de los redactores más jóvenes de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos. Luego, como parte del
Gobierno francés, integró el grupo de funcionarios que promovió la
independencia de Túnez y Marruecos y el fin de la guerra de Indochina.
Este sobreviviente del siglo, que carga actualmente con 93 años, publicó
recientemente un libro en el que da testimonio del fin de la centuria
con una frase: “En este mundo hay cosas insoportables”. ¿A qué se
refiere? En primer lugar, a la naturaleza del sistema económico y a las
dificultades del mundo de la política frente al mismo. Afirma: “Nunca el
poder del dinero fue tan inmenso, tan insolente y tan egoísta, y nunca
los fieles servidores de Don Dinero se situaron tan alto en las máximas
esferas del Estado”. Así, descarnadamente, Hessel nos dice que a fin de
siglo XX todos los controles que el mundo de la política ejercía sobre
la economía están siendo eliminados, ya sea por razones políticas o
ideológicas, o como respuesta a los intereses de influyentes grupos de
presión.
La propuesta con la que Hessel termina sus reflexiones remite a los conceptos que guiaban esas luchas de fines del siglo XIX, y trae a la memoria la experiencia y las denuncias de Casement como la necesidad de volver a pensar, y actuar, desde los viejos conceptos que se desarrollaron al calor de las luchas sociales de la modernidad. Se trata, para Hessel, nada más y nada menos de que “el interés general se imponga sobre los intereses particulares y que el reparto justo de la riqueza creada por los trabajadores tenga prioridad sobre los egoísmos del poder del dinero”.
Estas vidas y testimonios, como los de Casement y Hessel, nos vienen a decir que por debajo de las grandes y vertiginosas transformaciones del siglo, y de su carácter fugaz, persiste una disputa; y nos remiten a la necesidad de renovar las viejas aspiraciones de la humanidad con la idea de que, como dirían los antiglobalizadores de principios de siglo XXI, un mundo mejor es posible.
Definitivamente, las incertidumbres de principios del siglo XX no eran de esta naturaleza.
Por otro lado, el impacto de las grandes transformaciones no es menor al que provoca la velocidad con que las mismas se suceden y se incorporan a la vida cotidiana. Ese aceleramiento del cambio histórico agudiza el sentido transitorio, perecedero, de todo lo que nos rodea. A esto mismo se refería el novelista checo, Milan Kundera, cuando afirmaba que “hay un vínculo secreto entre lentitud y memoria, entre velocidad y olvido”; la primera es directamente proporcional a la intensidad del segundo. (…) “Nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma”, insiste Kundera. Al parecer, la centuria pasada nos dejó este ingrediente de sabor extraño en nuestras vidas: lo efímero.
Que esa etapa que acabó hace pocos años ha sido un siglo de transformaciones vertiginosas y de vivencias extremas, no hay duda de ello. También es cierto que por debajo de las grandes transformaciones de distinto orden, y buscando la permanencia que esa pátina de lo efímero nos oculta, la humanidad se enfrenta con desafíos muy parecidos a los que tenía a principios de siglo, aunque –obviamente- inmersos en una complejidad mayor.
Lejos de la abstracción propia de las ciencias sociales, las historias de vida suelen reflejar esas persistencias, quizá porque, como decía Lennon, “la vida es aquello que nos sucede mientras planificamos cosas importantes”, por lo cual, al momento de mirar para atrás y reconstruirla, ponemos en evidencia su continuidad. Pensemos, por ejemplo, en Roger Casement, que a principios del siglo XX fue testigo de lo que era capaz el poder del dinero. Nunca más pudo conciliar el sueño después de conocer, como describe Vargas Llosa en ‘El sueño del celta’, “las indescriptibles crueldades a las que podía llegar el ser humano azuzado por la codicia y sus malos instintos en un mundo sin ley”. Nunca lo abandonaron las imágenes de esas personas cuyas manos habían sido cortadas por no alcanzar a recolectar las cuotas de caucho que las empresas británicas exigían en el Congo o en el Amazonas. El relato de las masacres caucheras europeas, como su lucha nacionalista por la independencia de Irlanda, son testimonios de una época donde el irrefrenable e impune poder del dinero se abría camino sobre el resto del mundo, especialmente la periferia.

La propuesta con la que Hessel termina sus reflexiones remite a los conceptos que guiaban esas luchas de fines del siglo XIX, y trae a la memoria la experiencia y las denuncias de Casement como la necesidad de volver a pensar, y actuar, desde los viejos conceptos que se desarrollaron al calor de las luchas sociales de la modernidad. Se trata, para Hessel, nada más y nada menos de que “el interés general se imponga sobre los intereses particulares y que el reparto justo de la riqueza creada por los trabajadores tenga prioridad sobre los egoísmos del poder del dinero”.
Estas vidas y testimonios, como los de Casement y Hessel, nos vienen a decir que por debajo de las grandes y vertiginosas transformaciones del siglo, y de su carácter fugaz, persiste una disputa; y nos remiten a la necesidad de renovar las viejas aspiraciones de la humanidad con la idea de que, como dirían los antiglobalizadores de principios de siglo XXI, un mundo mejor es posible.
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