Publicado en "Diario Río Negro" edición del 23 de noviembre, sección espectáculos.
Por simple
decoro generacional, no diré desde cuándo escucho a León Gieco, basta con decir
que mis ideas han crecido con sus letras, entre otros insumos. Pero hay una canción
de este querido trovador que siempre me resultó incómoda. Lleva por título La memoria. Se trata, para este humilde escriba, de una canción tanguera, con todo el lamento de los buenos tangos. Siempre
que escuché esa canción pensé: ¿no hay virtudes, alegrías, ideas memorables,
recordables? La escuchaba y me resistía a que hacer ejercicio de memoria fuese
solo recordar todo el dolor que nos han infligido. Es una mirada sobre esa
canción que, con seguridad, muchos no compartirán. Sé que no es eso lo que está
detrás del poema de León. Lo que está detrás de ese poema es el hecho de que
todos esos crímenes, todo el “engaño y la complicidad”, han pretendido
sepultarse con políticas de olvido, que han fracturado la transmisión de la
memoria. Era una canción de los años ’90, cuando el peronismo había
profundizado las políticas de impunidad del alfonsinismo. Ese era el contexto. Es que los trabajos de
la memoria –esa combinación de recuerdos y olvidos- hablan de cómo nos paramos
en el presente, de la hostilidad del mismo, o de cómo el
sujeto de instala en sus días.
La película Verdades verdaderas: la vida de Estela,
de Nicolás Gil Lavedra, si bien es básica y austera, nos ofrece un ejercicio de
memoria diferente. El film comienza justamente con el recuerdo, pero vinculado
a la alegría y a la esperanza. Hay muchas expresiones que simbolizan ese
sentimiento, el gesto de plantar un árbol, que es ciertamente muy parecido al de
esperar un nieto, es una de esas formas. Con ese gesto de esperanza en una familia platense
como tantas, comienza esta historia que continúa plagada del recuerdo de
pequeños detalles que la vida cotidiana regala en forma de imperceptibles
alegrías del día: la comida en familia, el humor afectuoso de padres mayores, la
complicidad intrafamiliar, etc. Desde el comienzo uno está emocionado,
pero no tanto de tristeza por la historia que sabemos que vendrá.
Si la lágrima
brota casi con los títulos, en este caso es porque -como diría el poeta- es
hija de la ilusión desmedida y ha madurado lentamente en nosotros cuando nos
vemos en esos pequeños detalles de la vida. Luego la lágrima sigue, ya no solamente
como hija del deseo de futuro sino como expresión de dolor por lo que nos ha
pasado, por la experiencia de esa familia que, de alguna manera, es la
expresión familiar de lo que somos como país. El final está en las antípodas de
la canción de León. Son todas sonrisas, alegrías paradas en el umbral de una
historia dolorosa. Es otro el contexto, se han revertido las políticas de
olvido. Otro ejercicio de memoria es posible.
Una
ausencia extraña
Esta mujer, que todos llevamos en el corazón, con orgullo y afecto, ha contado en varias
oportunidades, muchas cosas de su vida. Por ello no dejó de llamarme la
atención la ausencia en el film de una experiencia familiar que refleja, mucho
mas que ciertas situaciones de la película que tienen el mismo sentido, las
contradicciones de una sociedad, pero en este caso en el seno de la familia
Carlotto: el mundial de fútbol de 1978.
No hace falta
decir mucho sobre ese mundial. Ya se sabe que (junto a la Guerra de Malvinas) ha
sido una de las más costosas operaciones de manipulación popular de la
dictadura. Algunos jugadores extranjeros sabían de la cuestión de los DDHH y el
terrorismo de estado, pero pocos se animaron a hacer lo que hicieron Ralf
Edström y Staffan
Tapper, jugadores de la selección sueca.
Recordemos un poco:
Era jueves 1ro de junio, Alemania y Polonia abrían esa “fiesta” en la cancha de River. Pues bien, estos
dos suecos se convertirían en los únicos jugadores del mundial que prefirieron estar frente a la
Casa Rosada acompañando la ronda de las Madres de Plaza de Mayo, que reclamaban
por sus hijos desafiando al poder y tratando de llamar la atención del mundo.
Como si su
familia fuese el país, Estela Carlotto ha contado en varias oportunidades que,
mientras ella lloraba en la cocina de su casa, junto a su marido por su
hija desaparecida (Laura Carlotto), en el comedor sus cuñados y otros tantos familiares gritaban
los goles de Kempes, el matador.
Carlos Ferreyra supo decir:
Carlos Ferreyra supo decir:
Aquello fue mundial.
Hicimos pelota nuestros miedos,
Le pusimos un caño a los horrores,
Apartamos de taquito la miseria,
gritamos el horror como si fuera un gol.
Y nosotros allí,
con el mundo al revés,
hechos pelota.
Pienso en esa
escena ausente y me detengo nuevamente en la estación de la memoria, a tratar de
desentrañar esa relación tan difícil de entender: la de las sociedades con sus
dolores y su pasado. Pensaba en eso y recordé el momento en que fui a sacar la
entrada. Había, para entrar al cine, dos colas de aproximadamente 50 metros,
predominantemente jóvenes. Como había llegado sobre la hora me dije: “Me quedé
sin entradas”. Pero no, en el estreno en Neuquén de Verdades verdaderas. La vida de Estela, éramos sólo tres personas en la
sala. Creo que para Crepúsculo I se
agotaron las entradas. Quizá fue una simple casualidad, pero no dejo de pensar en el detalle.
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